miércoles, 3 de diciembre de 2014

La estructura productiva en America Latina y las politicas publicas


En los últimos 50 años, Latinoamérica no ha sido capaz de converger en términos de bienestar con los países más desarrollados. Aunque en relación con 1960 la renta per capita de Latinoamérica en dólares constantes se ha multiplicado por 4,5, respecto al ciudadano estadounidense la brecha de bienestar es hoy un 8% mayor que la que padecían sus padres o abuelos. Mientras, los emergentes asiáticos hacían de las últimas décadas la plataforma para su despegue al desarrollo. Singapur, que en 1960 tenía una renta per capita equivalente a la que tenía Ecuador, ya ha convergido con la de EE UU. Corea, en los sesenta igual de próspero que Brasil, hoy tiene un 66% de la renta norteamericana y ha sobrepasado el nivel de vida del ciudadano español. China, con una renta inferior a la vigésima parte de la americana, ha llegado a los 10.000 dólares en dos décadas.

Como muchos otros, en el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) llevamos años tratando de identificar las razones del decepcionante comportamiento diferencial de la región. Como ocurre con los problemas complejos, no hay una explicación única. A lo largo de los años hemos ido construyendo una agenda de investigación que, huyendo de los prejuicios, se apoya sobre la mejor evidencia empírica y marcos analíticos rigurosos que mejoran nuestra comprensión del problema y, con ella, nuestra capacidad para contribuir eficazmente al diálogo de política económica.

Durante muchos años fue obvio que el mayor enemigo de la convergencia de renta del continente era su inestabilidad macroeconómica. La sucesión de crisis financieras, fiscales, cambiarias e hiperinflaciones era la seña de identidad macroeconómica de la región. Aquello acabó hace tiempo, cuando buena parte de los países de la región demostraron haber aprendido las lecciones de aquellas crisis, creando instituciones y políticas que mejoraron los fundamentos macro de la región. Sin embargo, recobrar —y mantener— la estabilidad macroeconómica fue condición necesaria pero no suficiente para la convergencia real.

Cuando la evidencia se impuso, el foco se desplazó hacia el potencial productivo. También era un dato que Latinoamérica contaba con menos capital físico y humano que los países desarrollados. Menos máquinas, menos años de escolarización. Esta explicación aunque correcta, era parcial: a lo largo de estos últimos 50 años la región ha acumulado capital físico, creado empleo y mejorado su capital humano a mayor velocidad que EE UU. Si la convergencia sólo dependiera de la acumulación de factores, el ciudadano de Latinoamérica habría cerrado en más de un 25% su brecha de bienestar con el vecino americano. Pero ocurrió todo lo contrario. La inferencia por tanto debe ser que el principal problema es la eficiencia con la que se combinan los factores de producción; lo que los economistas llamamos productividad total de los factores. En ese campo, los logros de la región eran más que decepcionantes: mientras que Asia redujo a dos tercios su brecha de productividad relativa frente a EE UU, Latinoamérica la duplicó, convirtiendo la convergencia de la acumulación de factores en divergencia neta de bienestar.

Hay que debatir la mejora de la productividad y buscar la colaboración del Estado y el sector privado

Los niveles de desigualdad, la informalidad del mercado de trabajo —algo más de la mitad de los latinoamericanos empleados trabajan en la economía informal—, el tamaño de las empresas, las deficiencias de salud y educación, la falta de infraestructuras, la seguridad ciudadana, la debilidad institucional, la corrupción son, entre otros, factores relevantes que coadyuvan para que el continente no crezca más. Sobre cada uno hay muchos estudios que nos han enseñado la naturaleza del problema e informado de algunas propuestas de reformas estructurales para corregirlos.

Una perspectiva complementaria de la anterior es preguntarse por qué el papel que las políticas activas de desarrollo productivo tuvieron en Asia no fue emulado en Latinoamérica. Una posible razón es que el continente tuvo en el pasado reciente malas experiencias con ellas. Las políticas industriales fueron parte nuclear de las estrategias de desarrollo de muchas economías del continente, si bien su diseño respondía más bien al objetivo de proteger el mercado interno y acelerar la industrialización, y no al de perseguir el aumento de la competitividad internacional. En gran medida no funcionaron. Con frecuencia se convirtieron en fuente de inestabilidad macroeconómica, origen de malas asignaciones de recursos, de corrupción y de captura del Estado por parte de los buscadores de rentas. Por todo ello se ganaron a pulso que la frase de “la mejor política industrial es la que no existe” ocupe todavía hoy un lugar destacado en el imaginario de la región.

En Asia, las políticas de desarrollo productivo fueron diseñadas para impulsar la productividad en un entorno de economías abiertas. Tenían instrumentos claramente definidos ligados a objetivos de exportación y criterios cuantificados, y prestaban una atención especial a los incentivos microeconómicos y a la colaboración entre el sector público y privado. Y esas políticas activas de desarrollo funcionaron.

Se trata de propiciar la adopción de políticas activas con objetivos claros y resultados medibles

El principal mensaje del informe del año 2014 del BID (¿Cómo repensar el desarrollo productivo? Políticas e instituciones sólidas para la transformación económica), es simple: creemos que la región debe pasar página e ir más allá de la pasividad de las políticas de desarrollo auspiciada por el Consenso de Washington. Con el crecimiento mundial en desaceleración y un entorno externo menos favorable para Latinoamérica, es un imperativo impostergable.

No es una vuelta al pasado. Tampoco un recetario de políticas o de mejores prácticas para aplicar sin tener en cuenta las necesidades y singularidades de cada economía. Lo que se propone es situar en el centro del debate económico la mejora de la productividad para, sin apriorismos y con evidencia sólida y contrastada, encontrar los espacios de colaboración del Estado y el sector privado que propicien la adopción de políticas activas con objetivos claros y resultados medibles. Para ello es necesario que su diseño, gestión y evaluación esté encomendada a instituciones transparentes y con capacidad de defenderse de la captura por parte de los buscadores de renta.

No es fácil, pero tampoco imposible. En la región hay prácticas —más de las que se piensa— que han sobrevivido a la demonización de las políticas industriales y siguen conspirando contra el bienestar general. Pero también hay una nueva generación de políticas que funcionan.

En vez de renunciar ciegamente a ser proactivos, lo que se necesita es un marco conceptual que discierna entre buenas y malas políticas. Para ello proponemos una terna de pruebas. Primera: para evitar las ocurrencias y las improvisaciones, antes de anunciar una política pública hay que identificar con precisión qué falla de mercado se pretende solucionar; no siempre se ha hecho, y las consecuencias han sido políticas brumosas sin justificación que no pueden ser evaluadas ni juzgadas por sus méritos. Segunda: a la luz del problema que se pretende solucionar, cuál es el instrumento más apropiado como solución; no todo vale, no se trata de disponer subsidios o desgravaciones fiscales a troche y moche sino de usar instrumentos idóneos para atender la falla de mercado con precisión. Finalmente, la tercera prueba es la verificación de que existen las capacidades institucionales para adoptar la política con éxito: identificar la institución en condiciones de encargarse de ponerla en práctica, gestionar sus recursos, medir sus resultados y garantizar que es capaz de preservar su autonomía frente a los grupos de intereses que potencialmente pretendan capturarla.

Se trata de hacer políticas públicas de desarrollo productivo con objetivos e instrumentos claramente validados y con resultados evaluables, gestionadas por instituciones transparentes y autónomas. Aunque parezca simple, no lo es. Gastar mejor para crecer más es una idea deslumbrante en su sencillez conceptual, aunque también en su dificultad en la práctica. Pero ya está germinando y creciendo en la región. Y conviene que lo sepan, porque este enfoque puede servirles para los retos de crecimiento que España tiene y que, al fin y al cabo, también se resumen en el bajo crecimiento de la productividad de los factores y su dual mercado de trabajo.

José Juan Ruiz es economista jefe del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Eduardo Fernández-Arias y Ernesto Stein son economistas del departamento de Investigación del BID. Acaban de publicar ¿Cómo repensar el desarrollo productivo?, que se puede descargar en http://publications.iadb.org/

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