domingo, 31 de julio de 2016

Desarrollo sostenible e inversion publica y privada

Interesante perspectiva de Jeffrey Sachs sobre la cooperación necesaria de la inversion pribada y publica para una economía sostenible en el siglo XXI.

 Dos escuelas de pensamiento suelen dominar los debates económicos actuales. Según los economistas del libre mercado, los gobiernos deben bajar los impuestos, reducir los reglamentos, reformar la legislación laboral y después dejar el paso libre para que los consumidores consuman y los productores creen puestos de trabajo. Según la economía keynesiana, los gobiernos deben impulsar la demanda total mediante la relajación cuantitativa y el estímulo fiscal. Sin embargo, ninguno de los dos planteamientos está dando buenos resultados. Necesitamos una economía del desarrollo sostenible, en la que los gobiernos promuevan nuevos tipos de inversiones.
La economía del libre mercado produce grandes resultados para los ricos, pero resultados bastante miserables para todos los demás. Los gobiernos de los Estados Unidos y de ciertas partes de Europa están recortando el gasto social, la creación de puestos de trabajo, la inversión en infraestructuras y la formación profesional, porque a los jefes ricos que pagan las campañas electorales de los políticos les va muy bien, precisamente cuando las sociedades en su derredor están desmoronándose.
Sin embargo, las soluciones keynesianas –dinero fácil y grandes déficits presupuestarios– tampoco han logrado los resultados prometidos. Muchos Gobiernos probaron a aplicar el gasto para el estímulo después de la crisis financiera de 2008. Al fin y al cabo, a la mayoría de los políticos le encanta gastar un dinero que no tiene. No obstante, el impulso a corto plazo fracasó de dos formas importantes.
En primer lugar, la deuda de los Estados se puso por las nubes y sus calificaciones crediticias se desplomaron. Incluso los Estados Unidos perdieron su calificación AAA. En segundo lugar, el sector privado no reaccionó aumentando la inversión empresarial y contratando a nuevos trabajadores. En cambio, las empresas acumularon enormes reservas de dinero, principalmente en cuentas en el extranjero libres de impuestos.
El problema de la economía –tanto la de libre mercado como la keynesiana– es el de que no entienden bien la naturaleza de la inversión moderna. Las dos escuelas creen que la inversión está impulsada por el sector privado, ya sea porque los impuestos sean bajos (en el modelo de libre mercado) o porque la demanda agregada sea elevada (en el modelo keynesiano).
Sin embargo, la inversión actual del sector privado depende de la inversión del sector público. Nuestra época se caracteriza por esa complementariedad. A no ser que el sector público invierta y lo haga juiciosamente, el sector privado seguirá haciendo acopio de sus fondos o los devolverá a los accionistas en forma de dividendos o de recompra de acciones.
Lo fundamental es reflexionar sobre seis clases de bienes de capital: el capital comercial, las infraestructuras, el capital humano, el capital intelectual, el capital natural y el capital social. Todos ellos son productivos, pero cada uno de ellos tiene un papel distintivo.
El capital comercial abarca las fábricas, las máquinas, el equipo de transporte y los sistemas de información de las empresas privadas. Las infraestructuras comprenden las carreteras, los ferrocarriles, los sistemas eléctricos e hídricos, la fibra óptica, los gasoductos y los oleoductos y los aeropuertos y puertos de mar. El capital humano es la educación, las aptitudes y la salud de la fuerza laboral. El capital intelectual abarca los conocimientos especializados –científicos y tecnológicos– fundamentales de la sociedad. El capital natural son los ecosistemas y los recursos primarios que apoyan la agricultura, la salud y las ciudades y el capital social es la confianza comunitaria, que hace posible un comercio, unas finanzas y una gestión de los asuntos públicos eficientes.
Esas seis formas de capital funcionan de forma complementaria. La inversión empresarial sin infraestructuras y capital humano no puede ser rentable. Tampoco los mercados financieros funcionan, si el capital social (la confianza) se agota. Sin capital natural (incluidos un clima inocuo, suelos productivos, agua disponible y protección contra las inundaciones), los otros tipos de capital se pueden perder fácilmente y, sin un acceso universal a las inversiones públicas en capital humano, las sociedades sucumbirán ante las desigualdades extremas de renta y riqueza.
La inversión solía ser un asunto mucho más sencillo. La clave para el desarrollo era la educación básica, una red de carreteras y de electricidad, un puerto en funcionamiento y el acceso a los mercados mundiales. Sin embargo, actualmente la educación pública básica ya no basta; los trabajadores necesitan aptitudes muy especializadas que se adquieren mediante formación profesional, diplomas de estudios avanzados y programas de aprendizaje que combinen financiación pública y privada. El transporte requiere algo más que la simple construcción de carreteras por el Estado; las redes eléctricas deben reflejar la urgente necesidad de una electricidad con escasas emisiones de carbono y en todas partes los Gobiernos deben invertir en nuevos tipos de capital intelectual para resolver problemas de salud pública, cambio climático, degradación medioambiental, gestión de sistemas de información y de otra índole carentes de precedentes.
Sin embargo, en la mayoría de los países, los Gobiernos no están encabezando y guiando –ni participando siquiera en– el proceso de inversión. Están haciendo recortes. Los ideólogos del libre mercado afirman que los Estados no pueden hacer inversiones productivas. Tampoco los keynesianos reflexionan lo suficiente sobre los tipos de inversiones públicas que son necesarias; para ellos, el gasto es el gasto. El resultado es un vacío del sector público y una escasez de inversiones públicas, lo que, a su vez, frena la necesaria inversión en el sector privado.
En una palabra, los Gobiernos necesitan estrategias de inversión a largo plazo y formas de sufragarlas. Deben entender mucho mejor cómo asignar prioridad a las inversiones en carreteras, ferrocarriles, electricidad y puertos, cómo hacer inversiones medioambientalmente sostenibles adoptando un sistema energético con escasas emisiones de carbono, cómo capacitar a los trabajadores jóvenes para que obtengan puestos de trabajo decorosos, no sólo un empleo poco remunerado en el sector de los servicios, y cómo crear capital social, en una época en la que hay poca confianza y una considerable corrupción.
En resumen, los Gobiernos deben aprender a hacer previsiones. También eso es contrario al criterio económico imperante. Los ideólogos del libre mercado no quieren que los gobiernos piensen en nada y los keynesianos quieren gobiernos que piensen sólo a corto plazo, porque llevan hasta el extremo la famosa broma de John Maynard Keynes: "A largo plazo, todos estaremos muertos".
Veamos una idea que es anatema en Washington, D.C., pero que merece reflexión. La economía del mundo que crece más rápidamente, China, depende de planes quinquenales para la inversión pública, dirigida por la Comisión Nacional de Desarrollo y Reforma. Los Estados Unidos carecen de una institución de esa clase o incluso de organismo alguno que examine sistemáticamente las estrategias de inversión pública, pero todos los países necesitan ahora algo más que planes quinquenales; necesitan estrategias a veinte años vista y a lo largo de generaciones para crear las aptitudes, las infraestructuras y una economía con escasas emisiones de carbono, propia del siglo XXI.
Recientemente, el G-20 dio un pequeño paso en la dirección correcta, al hacer un nuevo hincapié en una mayor inversión en infraestructuras como cometido compartido de los sectores público y privado. Necesitamos mucho más pensamiento de esa clase en el próximo año, pues los gobiernos están negociando nuevos acuerdos sobre la financiación del desarrollo sostenible (en Addis Abeba, en julio de 2015), los objetivos del desarrollo sostenible (en las Naciones Unidas en septiembre de 2015) y el cambio climático (en París en diciembre de 2015).
Dichos acuerdos son prometedores con miras a dar forma al futuro de la Humanidad en sentido positivo. Si salen adelante, la nueva era del desarrollo sostenible debería originar también una nueva economía del desarrollo sostenible.
Traducido del inglés por Carlos Manzano.
Jeffrey D. Sachs es profesor de Desarrollo Sostenible y de Política y Gestión de la Salud y director del Instituto de la Tierra en la Universidad de Columbia. También es Asesor Especial del Secretario General de las Naciones Unidas sobre los Objetivos de Desarrollo del Mileni




lunes, 30 de mayo de 2016

Alemania a la conquista de Europa


En El Arte de la Guerra, Sun Tzu escribe que es mejor conquistar un estado intacto que destruirlo; que la excelencia no consiste en ganar todas las batallas, sino en derrotar al enemigo; y que el estratega astuto derrota al enemigo sin pelear. La conquista exitosa es un proceso sutil, paciente, y silencioso que envuelve al enemigo hasta que, cuando se da cuenta, ya es demasiado tarde.

En el campo de la política económica la conquista se manifiesta en el control de la comunicación, de los grupos de decisión y, sobre todo, del diseño de las reglas. Los grandes cambios legislativos suelen tener lugar tras una crisis, cuando los políticos, y los gobiernos, prometen que nunca más sucederá algo similar. La clave es la definición de “similar”, es decir, la narrativa de la crisis. El grupo que controla la narrativa controla el poder. La narrativa determina el futuro. Esto ocurre en todas partes. En EE UU, la narrativa del Partido Republicano tras la crisis del 2007, con dominio del congreso, se concentró en el peligro de la deuda pública, los errores de la Reserva Federal, y la necesidad de regular el sistema financiero. De ahí el secuestro fiscal (el proceso que derivó en el cierre del Gobierno, la amenaza del impago de la deuda, y una excesiva contracción fiscal); las iniciativas de auditar la Reserva Federal y obligarla a que use la “Regla de Taylor” (una fórmula que determina el tipo de interés en función del nivel de inflación y de desempleo); y la legislación Dodd-Frank que ha endurecido de manera significativa (exagerada según muchos expertos) la regulación financiera y recortado la capacidad de la Reserva Federal de gestionar crisis futuras.

En Europa, el diseño de las reglas como vehículo de ejercicio del poder es todavía mas intenso. Los ejemplos son múltiples, y van todos en la misma dirección: acomodar Europa a las necesidades alemanas. Alemania tiene una economía muy distinta de la de la zona euro, tanto cíclica como estructuralmente. Su economía languidecía recuperándose del impacto de la unificación mientras el resto de la zona euro gozaba del boom del euro, y por eso llego a la crisis del 2007 con menos desequilibrios que el resto. Un azar histórico que le permitió enfrentarse a la crisis con más margen de maniobra. Aun así, su sistema bancario tuvo que ser rescatado, y Alemania hoy es el país de la zona euro con mayor volumen de garantías públicas en el sistema bancario. Gracias a este decalage cíclico, y a unos tipos de interés bajísimos durante la crisis, Alemania goza ahora de un boom económico. Además, estructuralmente es una economía muy distinta al resto. Una alta tasa de ahorro, un enorme superávit por cuenta corriente, un sistema bancario dominado por los bancos públicos locales y regionales, una tasa bajísima de propiedad de vivienda.

Estas diferencias implican que lo que conviene a Alemania cada vez conviene menos a la zona euro. Múltiples decisiones adoptadas en los últimos años revelan esta divergencia. La decisión de no mutualizar la resolución del problema bancario, de introducir el riesgo de impago de la deuda soberana, de diseñar la expansión cuantitativa del BCE en base a la cuota de capital de cada país en el BCE y de no mutualizar las posibles pérdidas, de obligar a que los rescates bancarios que necesiten dinero público generen perdidas a los tenedores de bonos de los bancos. Todas ellas decisiones compatibles con la economía y la política alemana pero que han tenido consecuencias negativas en el resto de la zona euro.

El proceso continúa. Argumentando que los bonos soberanos son activos con riesgo, la unión europea, debate la imposición de requerimientos de capital a las tenencias de bonos soberanos de los bancos. Estos requerimientos serían proporcionales al riesgo de los bonos, lo cual generaría un pernicioso efecto procíclico en el sector financiero y aumentaría la probabilidad de retroalimentación de las crisis. Además, se quiere limitar las tenencias de bonos de cada país a un 25% del capital de cada banco, lo cual generaría ventas masivas de deuda pública. En ambos casos el impacto sería especialmente negativo para los países actualmente mas frágiles, perpetuando las diferencias. Una alternativa sería que todos los bonos tuvieran el mismo requerimiento de capital. Pero eso afectaría de manera negativa a los bonos alemanes y a la frágil banca alemana. Ya veremos cómo acaba.

Ninguna de las reglas adoptadas en los últimos años afectaban a la economía alemana —o se adoptaron una vez que Alemania había resuelto sus problemas (como la condición de aplicar pérdidas a los bonos bancarios en caso de ayudas públicas)—, o se le han otorgado excepciones (como no incluir su enorme sector bancario público en la supervisión europea). Alemania está conquistando Europa a base de reglas y de argumentos morales que, aunque puedan ser conceptualmente correctos, no lo son en la frágil situación actual. La crisis del sector bancario italiano es la víctima más reciente. La regla que obliga a aplicar pérdidas a bonos bancarios que se vendieron como si fueran depósitos seguros es políticamente explosiva, ha retrasado la gestión de los problemas de la banca italiana, y puede desencadenar una crisis financiera. La gestión de la crisis de los refugiados obedece al mismo patrón.

La amenaza de expulsar a Grecia de Schengen se basa en un informe técnico, pero tiene su origen en los tremendos problemas políticos que la crisis migratoria está generando en Alemania. El enfrentamiento del primer ministro italiano Renzi con la Unión Europea no es una casualidad. Es la rebelión a la estrategia envolvente de germanización de Europa, cuyo coste está empezando a ser excesivo. El excanciller alemán Helmut Schmidt, en dos discursos en 2011, ya alertó de la necesidad de contener este avance silencioso alemán. Pero la estrategia de Renzi de confrontación ruidosa y unilateral no es adecuada. Hay que generar un debate con argumentos intelectuales sólidos, no con lamentos electoralistas o populistas.

Ante el moralismo del ordoliberalismo alemán hay que defender las virtudes de una política keynesiana de apoyo al crecimiento potencial, necesaria en un momento de insuficiencia de demanda, entroncada en una política fiscal común que convierta a la zona euro en una verdadera unión monetaria. Las reformas son necesarias pero no suficientes. La política monetaria ha sido muy efectiva, pero no es suficiente. Hay que re-equilibrar la estrategia actual europea de reducción de riesgo y defaults. La disciplina debe venir acompañada de solidaridad. Más de los mismo ya no sirve. Si el único argumento que queda para mantener la zona euro es el elevado coste de disolverla, tenemos un problema muy serio.

Ángel Ubide es Senior Fellow del Peterson Institute for International Economics

 

jueves, 26 de mayo de 2016

International Trade and jobs


Daniel Altman Reminder.....
As a recovering economist writing on behalf of my erstwhile field, I would like to apologize to every American who has lost a job or a livelihood because of globalization. Economics has failed you. It has failed you because of ideology, politics, and laziness. It has failed you because its teachings are woefully incomplete, and its greatest exponents have done almost nothing to complete them.
There are “positive” questions in economics that have mathematical answers — things that simply must be true — and then there are “normative” questions that amount to value judgments on points of policy. In economics classes, we teach the former and usually stop short when faced with the latter. This leaves a hole in any discussion of economic policy; students acquire first principles but rarely consider real-world applications, because to do so would presuppose a social or political point of view.
In the case of free trade and globalization, this omission has been disastrous. All first-year students of economics learn the theory of comparative advantage and gains from trade. They see a mathematical proof showing that when two countries trade goods or services, the benefits to the winners outweigh the costs to the losers. They are assured, correctly, that this result allows everyone to be made better off — or at least no worse off — by trade.
Yet the redistribution required to generate this broad improvement in living standards is hardly addressed, or sometimes even mentioned. To do so would be to step into the muddy mire of normative questions. Should the government take from some people in order to give to others? Who should give the most, and who should receive? What exactly should they receive?
Even putting politics aside, these are not easy questions. No one has figured out a foolproof way to make workers hurt by globalization whole again. In theory, everyone who benefited from globalization — every consumer who bought cheap imported products, every producer who used cheap imported inputs, every exporter — would have to chip in. Likewise, everyone who suffered — every worker whose job moved abroad, every shareholder whose company’s prices were undercut by foreign competition — would be in line for compensation. Moreover, society would have to agree on the value of all these benefits and costs, not in dollars but rather in terms of well-being.
This might be heavy going for first-year students, not to mention their professors, so we move on to the next model. Consider the following passages from recent first-year economics textbooks — after several pages on comparative advantage and gains from trade, these are virtually all the words the authors chose to devote to the nettlesome issue of winners and losers:
Tyler Cowen and Alex Tabarrok of George Mason University offer this breezy guidance: “Job destruction is ultimately a healthy part of any growing economy, but that doesn’t mean we have to ignore the costs of transitioning from one job to another. Unemployment insurance, savings, and a strong education system can help workers respond to shocks.” It may be worth noting that Cowen is a frequent critic of unemployment insurance on his blog.
Nobel laureate Paul Krugman and his wife, the economist Robin Wells, are even less specific: “The great majority of economists would argue that the gains from reducing trade protection still exceed the losses. However, it has become more important than before to make sure that the gains from international trade are widely spread.” Perhaps the book’s brevity owes something to Krugman’s opinion that gains from trade have pretty much been exhausted anyway.
More realism comes from N. Gregory Mankiw, the former chairman of George W. Bush’s Council of Economic Advisers, who sounds resigned: “But will trade make everyone better off? Probably not. In practice, compensation for the losers from international trade is rare. Without such compensation, opening up to international trade is a policy that expands the size of the economic pie, while perhaps leaving some participants in the economy with a smaller slice.”
Finally, R. Glenn Hubbard, Mankiw’s predecessor in the White House, and Anthony Patrick O’Brien of Lehigh University are the only ones who mention the program designed to accomplish redistribution: “It may be difficult, though, for workers who lose their jobs because of trade to easily find others. That is why in the United States the federal government uses the Trade Adjustment Assistance program to provide funds for workers who have lost their jobs due to international trade. These funds can be used for retraining, for searching for new jobs, or for relocating to areas where new jobs are available. This program — and similar programs in other countries — recognizes that there are losers from international trade as well as winners.”
The Trade Adjustment Assistance (TAA) program has a budget of about $664 million, or roughly 0.004 percent of gross domestic product. This means one dollar of every $25,000 in income generated by the United States goes to help people here who have been hurt by globalization. They don’t receive the cash directly; they just have to hope that the program — which offers retooling, retraining, and relocation, among other services — will aid their transition to new jobs.
There aren’t many beneficiaries, either. Even in the dark economic days of 2010, fewer than 300,000 Americans received TAA. Yet to judge by the political climate, millions more have grievances related to globalization. Across the country, Bernie Sanders and Donald Trump have garnered applause and probably votes as well by attacking the North American Free Trade Agreement and potential new deals with Europe and Asia.
This should not come as a surprise to economists. I’ve lost count of the times I’ve written that globalization reduces inequality among countries and increases inequality within countries. The wealthiest, most highly educated, and most internationally connected people are always the best equipped to claim the biggest gains from trade. In poor countries, these gains from trade often come from the exports of labor-intensive industries, and the millions of people who work in these industries may benefit as well. That used to happen here, too, but not anymore.
In the United States, the big losers from the current wave of globalization have been working- and middle-class people, as Branko Milanovic of the City University of New York details in his new book, Global Inequality. Many of them have gravitated to the insurgent campaigns of Trump and Sanders, whose proposals have left economists shaking their heads and wringing their hands.

But we have only ourselves to blame. We never told our students the importance of managing the transition to a more integrated global economy. We never really told them how to do it, either. If we had done our jobs, it needn’t have been this way.

jueves, 19 de mayo de 2016

Markets and Competition

Interesting analysis of Stiglitz on Markets and Competition

NEW YORK – For 200 years, there have been two schools of thought about what determines the distribution of income – and how the economy functions. One, emanating from Adam Smith and nineteenth-century liberal economists, focuses on competitive markets. The other, cognizant of how Smith’s brand of liberalism leads to rapid concentration of wealth and income, takes as its starting point unfettered markets’ tendency toward monopoly. It is important to understand both, because our views about government policies and existing inequalities are shaped by which of the two schools of thought one believes provides a better description of reality.
For the nineteenth-century liberals and their latter-day acolytes, because markets are competitive, individuals’ returns are related to their social contributions – their “marginal product,” in the language of economists. Capitalists are rewarded for saving rather than consuming – for their abstinence, in the words of Nassau Senior, one of my predecessors in the Drummond Professorship of Political Economy at Oxford. Differences in income were then related to their ownership of “assets” – human and financial capital. Scholars of inequality thus focused on the determinants of the distribution of assets, including how they are passed on across generations.
      
The second school of thought takes as its starting point “power,” including the ability to exercise monopoly control or, in labor markets, to assert authority over workers. Scholars in this area have focused on what gives rise to power, how it is maintained and strengthened, and other features that may prevent markets from being competitive. Work on exploitation arising from asymmetries of information is an important example.
In the West in the post-World War II era, the liberal school of thought has dominated. Yet, as inequality has widened and concerns about it have grown, the competitive school, viewing individual returns in terms of marginal product, has become increasingly unable to explain how the economy works. So, today, the second school of thought is ascendant.
After all, the large bonuses paid to banks’ CEOs as they led their firms to ruin and the economy to the brink of collapse are hard to reconcile with the belief that individuals’ pay has anything to do with their social contributions. Of course, historically, the oppression of large groups – slaves, women, and minorities of various types – are obvious instances where inequalities are the result of power relationships, not marginal returns.
In today’s economy, many sectors – telecoms, cable TV, digital branches from social media to Internet search, health insurance, pharmaceuticals, agro-business, and many more – cannot be understood through the lens of competition. In these sectors, what competition exists is oligopolistic, not the “pure” competition depicted in textbooks. A few sectors can be defined as “price taking”; firms are so small that they have no effect on market price. Agriculture is the clearest example, but government intervention in the sector is massive, and prices are not set primarily by market forces.
US President Barack Obama’s Council of Economic Advisers, led by Jason Furman, has attempted to tally the extent of the increase in market concentration and some of its implications. In most industries, according to the CEA, standard metrics show large – and in some cases, dramatic – increases in market concentration. The top ten banks’ share of the deposit market, for example, increased from about 20% to 50% in just 30 years, from 1980 to 2010.
Some of the increase in market power is the result of changes in technology and economic structure: consider network economies and the growth of locally provided service-sector industries. Some is because firms – Microsoft and drug companies are good examples – have learned better how to erect and maintain entry barriers, often assisted by conservative political forces that justify lax anti-trust enforcement and the failure to limit market power on the grounds that markets are “naturally” competitive. And some of it reflects the naked abuse and leveraging of market power through the political process: Large banks, for example, lobbied the US Congress to amend or repeal legislation separating commercial banking from other areas of finance.
The consequences are evident in the data, with inequality rising at every level, not only across individuals, but also across firms. The CEA report noted that the “90th percentile firm sees returns on investments in capital that are more than five times the median. This ratio was closer to two just a quarter of a century ago.”
Joseph Schumpeter, one of the great economists of the twentieth century, argued that one shouldn’t be worried by monopoly power: monopolies would only be temporary. There would be fierce competition for the market and this would replace competition in the market and ensure that prices remained competitive.

My own theoretical work long ago showed the flaws in Schumpeter’s analysis, and now empirical results provide strong confirmation. Today’s markets are characterized by the persistence of high monopoly profits.
The implications of this are profound. Many of the assumptions about market economies are based on acceptance of the competitive model, with marginal returns commensurate with social contributions. This view has led to hesitancy about official intervention: If markets are fundamentally efficient and fair, there is little that even the best of governments could do to improve matters. But if markets are based on exploitation, the rationale for laissez-faire disappears. Indeed, in that case, the battle against entrenched power is not only a battle for democracy; it is also a battle for efficiency and shared prosperity.


by Joseph Stiglitz

martes, 29 de marzo de 2016

La Educacion es la mejor herramienta para el desarrollo

La educación de los mejores países de PISA

Noelia García | 25/02/2016 - 18:16
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Pisa, el informe de referencia del mundo educativo, diseñado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) ha evolucionado. Ha pasado de ser una herramienta para diagnosticar debilidades y fortalezas de los sistemas educativos nacionales a convertirse en una liga de países.

A continuación, un repaso por los 10 mejores:

Finlandia

La clave de la educación en Finlandia está en el alto nivel de formación del profesorado, con una selección previa más exigente que en otros países. La profesión atrae a tanta gente porque ser maestro es un honor
Enseñanza gratuita con los docentes más preparados

Japón

Japón tiene uno de los sistemas de alto rendimiento en Pisa. Tiene una media de 540 puntos en lectura, matemáticas y ciencias, una calificación más alta que la media de la OCDE de 497. Los alumnos japoneses tienen una fuerte tradición de aprendizaje memorístico y una disciplina estricta que ha impulsado al país a la cima de los rankings internacionales de educación internacionales, en particular en las matemáticas y las ciencias.
Inversión tecnológica y disciplina marcan la educación en Japón

Corea del Sur

Corea del Sur ha revelado que el 93% de los estudiantes de secundaria se gradúan a tiempo. No existe deserción escolar. En menos de 40 años, Corea del Sur se ha convertido en una potencia económica mundial donde el peso recae en su capital humano. El país destaca por tener una alta proporción de alumnos en franjas de excelencia académica en el informe PISA, de hecho, en 2014, fue el país con mejores resultados. Los estudiantes de 15 años obtuvieron una de media de 554 puntos, 60 puntos por encima de la media de la OCDE, dos cursos de ventaja respecto a España.
Corea del Sur se consolida como el país donde no existe fracaso escolar

Singapur

En 2012, Singapur obtuvo las calificaciones más altas en el Informe Pisa: en Matemáticas obtuvo 79 puntos por encima del promedio internacional y en lectura anotó 46 puntos.
Mérito y bilingüismo, las claves del éxito educativo de Singapur

Estonia

El país se sitúa entre los mejores de Pisa por su penetración de las TIC en el aula, ratios reducidos y bilingüismo. A partir de los siete años, los niños ya aprenden a programar ordenadores para sentar las bases de la curiosidad científica
La tecnología es el emblema del sistema educativo en Estonia

China- Shanghai

Los países asiáticos superan al resto del mundo en el último estudio PISA elaborado por la OCDE. La ciudad que lidera dicho informe es Shanghai (China). Los niveles de excelencia de sus alumnos doblan los de la media de países analizados en este informe, de hecho, los estudiantes han registrado una puntuación equivalente a casi tres años de escolarización.
Las 13 horas diarias de estudio, la clave del éxito educativo chino

Holanda

Aunque los alumnos holandeses salen bien parados en el Informe Pisa (cuarto puesto en Matemáticas, noveno en Comprensión de la escritura y el octavo en Cultura científica), los Países Bajos son muy conscientes de la importancia de seguir invirtiendo en aumentar la calidad de la enseñanza.
El 'modelo Steve Jobs' holandés sustituye los libros por los iPads

Suiza

En Suiza, que es un Estado federal, la educación es competencia de los cantones, gratuita y obligatoria, por ello, dependiendo del cantón, las escuelas enseñan en alemán, francés o italiano, más inglés obligatorio. Los cantones tienen mucha autonomía, eligen desde la estructura de su sistema educativo hasta las fechas vacacionales.
El éxito de la FP convence al 66% de los jóvenes suizos

Canadá

La formación canadienese está por encima de la media de la OCDE en lectura. Uno de los elementos clave que hay que resaltar es que Canadá cuenta con uno de los índices de graduados universitarios más altos del mundo, es el único país del mundo en el que uno de cada dos ciudadanos es licenciado. Y ha conseguido este liderazgo invirtiendo menos que otros países de la OCDE, un 6,1% del PIB, frente al 6,3% de la media.
El éxito de Canadá: la mitad de la población tiene estudios superiores

Taiwan

La educación en Taiwan representa la base del desarrollo del país. Los ciudadanos de la República de China (Taiwán) sienten una gran admiración por los mayores y mantienen las tradiciones aprendidas desde pequeños en las escuelas. Los alumnos cultivan la moralidad como primer elemento sumado a las costumbres y la tradición.
Memorización, deporte y nacionalismo: claves del éxito educativo de Taiwán

domingo, 14 de febrero de 2016

Inteligencia artificial y el fin de la economía de mercado

¿Como sera la sociedas de fin de siglo? ¿Sera una sociedad sin mercados, sin trabajo, sin economía? ¿Estaran nuestros nietos en la sociedad de la abundancia? ¿La tecnología habra resuelto los problemas que la economía fracaso en solucionar?
Necesitamos sabiduría para enfrentar el futuro. Para saber si los progresos tecnológicos de vanguardia van en la dirección adecuada o no; si favorecen al ser humano o todo lo contrario. Para tener una idea de qué hacer si se presentan escenarios que ponen en riesgo la supervivencia de la especie, como los derivados de la amenaza nuclear, la modificación de microbios letales o la creación de mentes digitales más inteligentes que el hombre. A reflexionar sobre este tipo de cuestiones se dedican un puñado de cerebros en un lugar ubicado en Oxford y llamado el Instituto para el Futuro de la Humanidad.
Al frente de un heterodoxo grupo de filósofos, tecnólogos, físicos, economistas y matemáticos se encuentra un filósofo formado en física, neurociencia computacional y matemáticas, un tipo que desde su adolescencia se encontró sin interlocutores con los cuales compartir sus inquietudes acerca de Schopenhauer, un sueco de 42 años que se pasea por las instalaciones del Instituto con un brebaje hecho a base de vegetales, proteínas y grasas al que denomina elixir y que escucha audiolibros al doble de velocidad para no perder un segundo de su preciado tiempo. Se llama Nick Bostrom, y es el autor deSuperinteligencia: Caminos, Peligros, Estrategias, un libro que ha causado impacto, una reflexión acerca de cómo afrontar un futuro en que la inteligencia artificial supere a la humana, un ensayo que ha recibido el respaldo explícito de cerebros de Silicon Valley como Bill Gates y Elon Musk, de filósofos como Derek Parfit o Peter Singer, de físicos como Max Tegmark, profesor del Massachusetts Institute of Technology. Un trabajo que, además, se coló en la lista de los libros más vendidos que elabora The New York Times Book Review. La ONU le reclama para que exponga su visión, sociedades científicas como The Royal Society le invitan a dar conferencias, una de sus charlas TED lleva ya contabilizados más de 1.747.000 visionados. Y Stephen Hawking ya ha alertado al mundo: hay que tener cuidado con la Inteligencia Artificial.
El Instituto para el Futuro de la Humanidad —FHI, siglas en inglés— es un espacio con salas de reuniones bautizadas con nombres de héroes anónimos que con un gesto salvaron el mundo —como Stanislav Petrov, teniente coronel ruso que evitó un incidente nuclear durante la Guerra Fría— donde fluyen las ideas, los intercambios de impresiones, donde florecen hipótesis y análisis. Sobre todo, por las tardes-noches: el jefe es, como él mismo confiesa, un noctámbulo; se queda en la oficina hasta las dos de la madrugada.
“En el momento en que sepamos cómo hacer máquinas inteligentes, las haremos”, afirma Bostrom, en una sala del Instituto que dirige, “y para entonces, debemos saber cómo controlarlas. Si tienes un agente artificial con objetivos distintos de los tuyos, cuando se vuelve lo suficientemente inteligente, es capaz de anticipar tus acciones y de hacer planes teniendo en cuenta los tuyos, lo cual podría incluir esconder sus propias capacidades de modo estratégico”. Expertos en Inteligencia Artificial que cita en su libro aseguran que hay un 90% de posibilidades de que entre 2075 y 2090 haya máquinas tan inteligentes como los humanos. En la transición hacia esa nueva era habrá que tomar decisiones. Inocular valores morales a las máquinas, tal vez. Evitar que se vuelvan contra nosotros.
A analizar este tipo de supuestos y escenarios se dedica este hombre que en estos días lee intensivamente sobre machine learning (aprendizaje automático, rama de la inteligencia artificial que explora técnicas para que las computadoras puedan aprender por sí solas) y economía de la innovación. Para Bostrom el tiempo nunca es suficiente. Leer, leer, leer, asentar conocimientos, profundizar, escribir. “El tiempo es precioso. Es un bien de gran valor que constantemente se nos desliza entre los dedos”.


La gente parece olvidar la guerra nuclear. Un cambio para mal en la geopolítica podría ser un peligro

Estudiar, formular hipótesis, desarrollarlas, anticipar escenarios. Es lo que se hace en este Instituto donde se cultiva la tormenta de ideas y la videoconferencia, un laberinto de salas dominadas por pizarras vileda con diagramas y en cuyo pasillo de entrada cuelga un cartel que reproduce la portada de Un mundo feliz, la visionaria distopía firmada por Aldous Huxley en 1932. Un total de 16 profesionales trabajan aquí. Publican en revistas académicas, hacen informes de riesgos para compañías tecnológicas, para gobiernos (por ejemplo, el finlandés) o para la ONU, que se dispone a crear su primer programa sobre Inteligencia Artificial —uno de cuyos representantes andaba la semana pasada por las oficinas del FHI—. Niel Bowerman, director adjunto, físico del clima y exasesor del equipo político de Energía y Medio Ambiente de Barack Obama, explica que en el instituto siempre estudian cómo de grande es un problema, cuánta gente trabaja en él y cómo de fácil es realizar progresos en esa área para determinar los campos de estudio.
Bostrom es el hombre que comanda el Instituto, el que decide por dónde se transita, el visionario. Desarrolla su labor gracias al impulso filantrópico de James Martin, millonario interesado en las cuestiones de los riesgos existenciales del futuro que impulsó el FHI hace diez años para que se estudie y reflexione en torno a aquellas cosas en las que la industria y los gobiernos, guiados por sus particulares intereses, no tienen por qué pensar.
Al filósofo sueco, que formó parte en 2009 de la lista de los 100 mayores pensadores globales de la revista Foreign Policy, le interesa estudiar, sobre todo, amenazas lejanas, a las que no le gusta poner fecha. “Cuanto más largo sea el plazo”, dice, "mayores son las posibilidades de un escenario de extinción o de era posthumana”. Pero existen peligros a corto plazo. Los que más le preocupan a Bostrom son los que pueden afectar negativamente a las personas como las plagas, la gripe aviar, los virus, las pandemias.
En cuanto a la Inteligencia Artificial y su cruce con la militar, dice que el riesgo más claro lo presentan los drones y las armas letales autónomas. Y recuerda que la guerra nuclear, aunque tiene pocas probabilidades de llegar, sigue siendo un peligro latente. “La gente parece haber dejado de preocuparse por ella; un cambio para mal en la situación geopolítica podría convertirse en un gran peligro”.


“Hay una carrera entre nuestro progreso tecnológico y nuestra sabiduría, que va mucho más despacio

La biotecnología, y en particular, la posibilidad que ofrece el sistema de edición genética CRISPR de crear armas biológicas, también plantea nuevos desafíos. “La biotecnología está avanzando rápidamente va a permitir manipular la vida, modificar microbios con gran precisión y poder. Eso abre el paso a capacidades muy destructivas”. La tecnología nuclear, señala, se puede controlar. La biotecnología, la nanotecnología, lo que haga alguien un garaje con un equipo de segunda mano comprado en EBay, no tanto. Con poco se puede hacer mucho daño.
Superada su etapa transhumanista —fundó en 1998 junto a David Pearce la Asociación Mundial Transhumanista, colectivo que aboga de modo entusiasta por la expansión de las capacidades humanas mediante el uso de las tecnologías—, Bostrom ha encontrado en la Inteligencia Artificial el terreno perfecto para desarrollar su trabajo. La carrera en este campo se ha desatado, grandes empresas —Google compró en 2014 la tecnológica DeepMind— y Estados pugnan por hacerse con un sector que podría otorgar poderes inmensos, casi inimaginables.
Uno de los escenarios que proyecta en su libro, cuya versión en español publica el 25 de febrero la editorial Teell, es el de la toma de poder por parte de una Inteligencia Artificial (AI, siglas en inglés). Se produce una explosión de inteligencia. Las máquinas llegan a un punto en que superan a sus programadores, los humanos. Son capaces de mejorarse a sí mismas. De desarrollar grandes habilidades de programación, estratégicas, de manipulación social, de hacking. Pueden querer tomar el control del planeta. Los humanos pueden ser un estorbo para sus objetivos. Para tomar el control, esconden sus cartas. Podrán mostrarse inicialmente dóciles. En el momento en que desarrollan todos sus poderes, pueden lanzar un ataque contra la especie humana. Hackeardrones, armas. Liberar robots del tamaño de un mosquito elaborados en nanofactorías que producen gas nervioso, o gas mostaza.
Esta es simplemente la síntesis del desarrollo de un escenario. Pero, como decía la crítica de Superinteligencia de la revista The Economist, las implicaciones de la introducción de una segunda especie inteligente en la Tierra merecen que alguien piense en ellas. “Antes, muchas de estas cuestiones, no solo las del AI, solían estar en el campo de la ciencia ficción, de la especulación”, dice Bostrom, “para mucha gente era difícil de entender que se pudiera hacer trabajo académico con ello, que se podían hacer progresos intelectuales”.
El libro también plantea un escenario en que la Inteligencia Artificial se desarrolla en distintos sectores de manera paralela y genera una economía que produce inimaginables cotas de riqueza, descubrimientos tecnológicos asombrosos. Los robots, que no duermen, ni reclaman vacaciones, producen sin cesar y desbancan a los humanos en múltiples trabajos.
— ¿Los robots nos enriquecerán o nos reemplazarán?
— Primero, tal vez nos enriquezcan. A largo plazo ya se verá. El trabajo es costoso y no es algo deseado, por eso hay que pagar a la gente por hacerlo. Automatizarlo parece beneficioso. Eso crea dos retos: si la gente pierde sus salarios, ¿cómo se mantiene? Lo cual se convierte en una cuestión política, ¿se piensa en una garantía de renta básica? ¿En un Estado del Bienestar? Si esta tecnología realmente hace que el mundo se convierta en un lugar mucho más rico, con un crecimiento más rápido, el problema debería ser fácil de resolver, habría más dinero. El otro reto es que mucha gente ve su trabajo como algo necesario para tener estatus social y que su vida tenga sentido. Hoy en día, estar desempleado no es malo solo porque no tienes dinero, sino porque mucha gente se siente inútil. Se necesitaría cambiar la cultura para que no pensemos que trabajar por dinero es algo que te da valor. Es posible, hay ejemplos históricos: los aristócratas no trabajaban para vivir, incluso pensaban que tener que hacerlo era degradante. Creemos que las estructuras de significado social son universales, pero son recientes. La vida de los niños parece tener mucho sentido incluso si no hacen nada útil. Soy optimista: la cultura se puede cambiar.
A Bostrom se le ha acusado desde algunos sectores de la comunidad científica de tener visiones demasiado radicales. Sobre todo, en su etapa transhumanista. “Sus visiones sobre la edición genética o sobre la mejora del humano son controvertidas”, señala Miquel-Ángel Serra, biólogo que acaba de publicar junto a Albert Cortina Humanidad: desafío éticos de las tecnologías emergentes.“Somos muchos los escépticos con las propuestas que hace”. Serra, no obstante, deja claro que Bostrom está ahora en el centro del debate sobre el futuro de la Inteligencia Artificial, que es una referencia.
— ¿Proyecta usted una visión demasiado apocalíptica en su libro de lo que puede ocurrir con la humanidad?
— Mucha gente puede quedarse con la impresión de que soy más pesimista con la AI de lo que realmente soy. Cuando lo escribí parecía más urgente tratar de ver qué podía ir mal para asegurarnos de cómo evitarlo.
— Pero, ¿es usted optimista con respecto al futuro?
— Intento no ser pesimista ni optimista. Intento ajustar mis creencias a lo que apunta la evidencia; con nuestros conocimientos actuales, creo que el resultado final puede ser muy bueno o muy malo. Aunque tal vez podríamos desplazar la probabilidad hacia un buen final si trabajamos duramente en ello.
— O sea, que hay cosas que hacer. ¿Cuáles?
— Estamos haciendo todo lo posible para crear este campo de investigación de control problema. Hay que mantener y cultivar buenas relaciones con la industria y los desarrolladores de Inteligencia Artificial. Aparte, hay muchas cosas que no van bien en este mundo: gente que se muere de hambre, gente a la que le pica un mosquito y contrae la malaria, gente que decae por el envejecimiento, desigualdades, injusticias, pobreza, y muchas son evitables. En general, creo que hay una carrera entre nuestra habilidad para hacer cosas, para hacer progresar rápidamente nuestra capacidades tecnológicas, y nuestra sabiduría, que va mucho más despacio. Necesitamos un cierto nivel de sabiduría y de colaboración para el momento en que alcancemos determinados hitos tecnológicos, para sobrevivir a esas transiciones.