viernes, 18 de octubre de 2019

¿Cómo cobrar impuestos a las multinacionales?


Estos últimos años la globalización ha vuelto a ser blanco de críticas. Algunas de estas críticas tal vez están erradas, pero hay una muy certera: que ha permitido a grandes multinacionales como Apple, Google y Starbucks eludir el pago de impuestos. Apple es el mejor ejemplo de elusión fiscal corporativa: tras declarar que unos pocos cientos de empleados en Irlanda eran la fuente real de sus beneficios, llegó a un acuerdo con el Gobierno de ese país por el que sólo paga en impuestos un 0,005% de sus ganancias. Apple, Google, Starbucks y empresas similares se dicen socialmente responsables; pero el primer elemento de la responsabilidad social debería ser pagar la parte de impuestos que a uno le corresponde. Si todos eludieran y evadieran impuestos como estas empresas, la sociedad no podría funcionar, y mucho menos hacer las inversiones públicas que hicieron posible Internet, de la que dependen Apple y Google.

Las corporaciones multinacionales llevan años alentando a los países a competir entre sí por cobrar los impuestos más bajos. La rebaja impositiva promulgada en 2017 por el presi­dente estadounidense, Donald Trump, fue la ­última etapa de esta “carrera a la baja”, y un año ­después, sus resultados ya son visibles: el estímulo efímero que dio a la economía estadounidense está desapareciendo a toda prisa y dejando tras de sí una montaña de deuda (que el año pasado se incrementó en más de un billón de dólares).

Alertada por el riesgo de que la economía digital prive a los Gobiernos de ingresos con que financiar su funcionamiento (amén de distorsionar la economía, al provocar el abandono de los modos de venta tradicionales), la comunidad internacional por fin se dio cuenta de que hay algo que no cuadra. Pero los defectos del marco actual para la tributación de las multinacionales —basado en los “precios de transferencia”— se conocen hace ya mucho tiempo.

La idea de precios de transferencia se basa en el principio comúnmente aceptado de gravar las actividades económicas según el lugar donde se realizan. Pero ¿cómo se determina dicho lugar? En una economía globalizada, hay productos que atraviesan las fronteras varias veces, por lo general no terminados: camisas sin botones, autos sin transmisión, circuitos electrónicos sin chips. El sistema de precios de transferencia da por sentado que es posible asignar a cada etapa de la producción un valor de forma independiente y luego calcular el valor agregado en cada país. Pero no es así.

Hay que fijar un tributo global mínimo. EE UU y la UE deben tomar la delantera y evitar que ganen las grandes empresas

Esto se complica todavía más por la creciente importancia de las propiedades intangibles e intelectuales, ya que es muy fácil pasar la declaración de propiedad de un país a otro. Por eso hace mucho que dentro de Estados Unidos se dejó de usar el sistema de precios de transferencia, para aplicar en cambio una fórmula que distribuye el total de ganancias de las empresas según la proporción de ventas, empleados y capital que tienen en cada Estado. Tenemos que ir hacia un sistema similar para todo el mundo.

Pero no es lo mismo hacerlo de cualquier modo. Si se aplica una fórmula basada ante todo en el lugar de la venta final (que ocurre desproporcionadamente en los países desarrollados), los países en desarrollo quedarán privados de ingresos necesarios, tanto más necesarios en la medida en que las restricciones fiscales disminuyan los flujos de ayuda internacional. El criterio de lugar de venta final puede ser adecuado para gravar las transacciones digitales, pero no es aplicable a las manufacturas y otros sectores donde es esencial tener en cuenta también el nivel de contratación de empleados en cada país.

Algunos temen que incluir el criterio de contratación agrave la competencia impositiva entre países, ya que los Gobiernos tratarán de alentar a las multinacionales a crear puestos de trabajo en sus respectivas jurisdicciones. La respuesta apropiada a esta inquietud es imponer un impuesto global mínimo a los ingresos corporativos. Estados Unidos y la Unión Europea pueden —y deben— tomar la delantera en esto; si lo hacen, otros los seguirán, y se evitará una competencia en la que sólo las multinacionales ganan.

El proyecto sobre erosión de la base imponible y traslado de beneficios de la OCDE y el G20 viene haciendo desde su creación un importante aporte al replantear la tributación de las multinacionales, al promover una mejor comprensión de algunas de las cuestiones fundamentales involucradas. Por ejemplo, si en las multinacionales hay valor real, el todo es mayor que la suma de las partes. De modo que para la asignación del “valor residual” deberíamos guiarnos por los principios tributarios estándar de simplicidad, eficiencia y equidad, como sostiene la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional (de la que soy miembro). Pero estos principios son incompatibles tanto con el sistema de precios de transferencia como con el criterio de tributación basado en el lugar de venta.

Hay en esto un componente político: el objetivo de las multinacionales es conseguir apoyo a reformas que prolonguen la competencia entre países y las oportunidades de elusión fiscal. Los Gobiernos de algunos países avanzados donde estas empresas tienen una influencia política importante las apoyarán en el intento, aunque al hacerlo pongan en desventaja al resto del país. Otros países avanzados, pensando más que nada en sus propios presupuestos, simplemente lo verán como otra oportunidad de sacar provecho a costa de los países en desarrollo.

La iniciativa de la OCDE y el G20 se presenta como un intento de proveer un “marco inclusivo”. Dicho marco tiene que basarse en principios, no sólo en consideraciones políticas. Si el objetivo es lograr una inclusión auténtica, la principal prioridad debe ser el bienestar de los más de 6.000 millones de personas que viven en los países en desarrollo y en los mercados emergentes.

 

Traducción de Esteban Flamini.

 

Joseph E. Stiglitz es el ganador del Premio Nobel 2001 en Ciencias Económicas. Su libro más reciente se titula ‘El malestar en la globalización revisitado: la antiglobalización en la era de Trump’.

 

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