En los últimos 50 años, Latinoamérica no ha
sido capaz de converger en términos de bienestar con los países más
desarrollados. Aunque en relación con 1960 la renta per capita de Latinoamérica
en dólares constantes se ha multiplicado por 4,5, respecto al ciudadano
estadounidense la brecha de bienestar es hoy un 8% mayor que la que padecían
sus padres o abuelos. Mientras, los emergentes asiáticos hacían de las últimas
décadas la plataforma para su despegue al desarrollo. Singapur, que en 1960
tenía una renta per capita equivalente a la que tenía Ecuador, ya ha convergido
con la de EE UU. Corea, en los sesenta igual de próspero que Brasil, hoy tiene
un 66% de la renta norteamericana y ha sobrepasado el nivel de vida del
ciudadano español. China, con una renta inferior a la vigésima parte de la
americana, ha llegado a los 10.000 dólares en dos décadas.
Como muchos otros, en el Banco Interamericano
de Desarrollo (BID) llevamos años tratando de identificar las razones del
decepcionante comportamiento diferencial de la región. Como ocurre con los
problemas complejos, no hay una explicación única. A lo largo de los años hemos
ido construyendo una agenda de investigación que, huyendo de los prejuicios, se
apoya sobre la mejor evidencia empírica y marcos analíticos rigurosos que
mejoran nuestra comprensión del problema y, con ella, nuestra capacidad para
contribuir eficazmente al diálogo de política económica.
Durante muchos años fue obvio que el mayor
enemigo de la convergencia de renta del continente era su inestabilidad
macroeconómica. La sucesión de crisis financieras, fiscales, cambiarias e
hiperinflaciones era la seña de identidad macroeconómica de la región. Aquello
acabó hace tiempo, cuando buena parte de los países de la región demostraron
haber aprendido las lecciones de aquellas crisis, creando instituciones y
políticas que mejoraron los fundamentos macro de la región. Sin embargo,
recobrar —y mantener— la estabilidad macroeconómica fue condición necesaria
pero no suficiente para la convergencia real.
Cuando la evidencia se impuso, el foco se
desplazó hacia el potencial productivo. También era un dato que Latinoamérica
contaba con menos capital físico y humano que los países desarrollados. Menos
máquinas, menos años de escolarización. Esta explicación aunque correcta, era
parcial: a lo largo de estos últimos 50 años la región ha acumulado capital
físico, creado empleo y mejorado su capital humano a mayor velocidad que EE UU.
Si la convergencia sólo dependiera de la acumulación de factores, el ciudadano
de Latinoamérica habría cerrado en más de un 25% su brecha de bienestar con el
vecino americano. Pero ocurrió todo lo contrario. La inferencia por tanto debe
ser que el principal problema es la eficiencia con la que se combinan los
factores de producción; lo que los economistas llamamos productividad total de
los factores. En ese campo, los logros de la región eran más que
decepcionantes: mientras que Asia redujo a dos tercios su brecha de
productividad relativa frente a EE UU, Latinoamérica la duplicó, convirtiendo
la convergencia de la acumulación de factores en divergencia neta de bienestar.
Hay que debatir la mejora de la productividad
y buscar la colaboración del Estado y el sector privado
Los niveles de desigualdad, la informalidad
del mercado de trabajo —algo más de la mitad de los latinoamericanos empleados
trabajan en la economía informal—, el tamaño de las empresas, las deficiencias
de salud y educación, la falta de infraestructuras, la seguridad ciudadana, la
debilidad institucional, la corrupción son, entre otros, factores relevantes
que coadyuvan para que el continente no crezca más. Sobre cada uno hay muchos
estudios que nos han enseñado la naturaleza del problema e informado de algunas
propuestas de reformas estructurales para corregirlos.
Una perspectiva complementaria de la anterior
es preguntarse por qué el papel que las políticas activas de desarrollo
productivo tuvieron en Asia no fue emulado en Latinoamérica. Una posible razón
es que el continente tuvo en el pasado reciente malas experiencias con ellas.
Las políticas industriales fueron parte nuclear de las estrategias de
desarrollo de muchas economías del continente, si bien su diseño respondía más
bien al objetivo de proteger el mercado interno y acelerar la
industrialización, y no al de perseguir el aumento de la competitividad
internacional. En gran medida no funcionaron. Con frecuencia se convirtieron en
fuente de inestabilidad macroeconómica, origen de malas asignaciones de
recursos, de corrupción y de captura del Estado por parte de los buscadores de
rentas. Por todo ello se ganaron a pulso que la frase de “la mejor política
industrial es la que no existe” ocupe todavía hoy un lugar destacado en el
imaginario de la región.
En Asia, las políticas de desarrollo
productivo fueron diseñadas para impulsar la productividad en un entorno de
economías abiertas. Tenían instrumentos claramente definidos ligados a
objetivos de exportación y criterios cuantificados, y prestaban una atención
especial a los incentivos microeconómicos y a la colaboración entre el sector
público y privado. Y esas políticas activas de desarrollo funcionaron.
Se trata de propiciar la adopción de
políticas activas con objetivos claros y resultados medibles
El principal mensaje del informe del año 2014
del BID (¿Cómo repensar el desarrollo productivo? Políticas e instituciones
sólidas para la transformación económica), es simple: creemos que la región
debe pasar página e ir más allá de la pasividad de las políticas de desarrollo
auspiciada por el Consenso de Washington. Con el crecimiento mundial en
desaceleración y un entorno externo menos favorable para Latinoamérica, es un
imperativo impostergable.
No es una vuelta al pasado. Tampoco un
recetario de políticas o de mejores prácticas para aplicar sin tener en cuenta
las necesidades y singularidades de cada economía. Lo que se propone es situar
en el centro del debate económico la mejora de la productividad para, sin
apriorismos y con evidencia sólida y contrastada, encontrar los espacios de
colaboración del Estado y el sector privado que propicien la adopción de
políticas activas con objetivos claros y resultados medibles. Para ello es
necesario que su diseño, gestión y evaluación esté encomendada a instituciones
transparentes y con capacidad de defenderse de la captura por parte de los
buscadores de renta.
No es fácil, pero tampoco imposible. En la
región hay prácticas —más de las que se piensa— que han sobrevivido a la
demonización de las políticas industriales y siguen conspirando contra el
bienestar general. Pero también hay una nueva generación de políticas que
funcionan.
En vez de renunciar ciegamente a ser
proactivos, lo que se necesita es un marco conceptual que discierna entre
buenas y malas políticas. Para ello proponemos una terna de pruebas. Primera:
para evitar las ocurrencias y las improvisaciones, antes de anunciar una
política pública hay que identificar con precisión qué falla de mercado se
pretende solucionar; no siempre se ha hecho, y las consecuencias han sido
políticas brumosas sin justificación que no pueden ser evaluadas ni juzgadas
por sus méritos. Segunda: a la luz del problema que se pretende solucionar,
cuál es el instrumento más apropiado como solución; no todo vale, no se trata
de disponer subsidios o desgravaciones fiscales a troche y moche sino de usar
instrumentos idóneos para atender la falla de mercado con precisión.
Finalmente, la tercera prueba es la verificación de que existen las capacidades
institucionales para adoptar la política con éxito: identificar la institución
en condiciones de encargarse de ponerla en práctica, gestionar sus recursos,
medir sus resultados y garantizar que es capaz de preservar su autonomía frente
a los grupos de intereses que potencialmente pretendan capturarla.
Se trata de hacer políticas públicas de
desarrollo productivo con objetivos e instrumentos claramente validados y con
resultados evaluables, gestionadas por instituciones transparentes y autónomas.
Aunque parezca simple, no lo es. Gastar mejor para crecer más es una idea
deslumbrante en su sencillez conceptual, aunque también en su dificultad en la
práctica. Pero ya está germinando y creciendo en la región. Y conviene que lo
sepan, porque este enfoque puede servirles para los retos de crecimiento que
España tiene y que, al fin y al cabo, también se resumen en el bajo crecimiento
de la productividad de los factores y su dual mercado de trabajo.
José Juan Ruiz es economista jefe del Banco
Interamericano de Desarrollo (BID). Eduardo Fernández-Arias y Ernesto Stein son
economistas del departamento de Investigación del BID. Acaban de publicar ¿Cómo
repensar el desarrollo productivo?, que se puede descargar en
http://publications.iadb.org/