lunes, 11 de agosto de 2014

Desigualdad y Crecimiento Economico en Estados Unidos

Durante más de tres décadas, casi todos los que realmente importan en la política estadounidense han estado de acuerdo en que el hecho de subirles los impuestos a los ricos y aumentar las ayudas a los pobres ha sido perjudicial para el crecimiento económico.
En general, los progresistas lo han considerado un sacrificio que valía la pena y han sostenido que compensaba pagar cierto precio en forma de un PIB más bajo, a fin de ayudar a aquellos conciudadanos que lo necesitan. Los conservadores, por otra parte, han defendido la filtración de la riqueza desde las capas sociales más altas y han insistido en que la mejor política consiste en rebajarles los impuestos a los ricos, recortar las ayudas a los pobres y contar con que la subida de la marea mantenga a flote a todos.
Pero ahora hay cada vez más pruebas que respaldan un nuevo punto de vista; concretamente, que la premisa en que se basa este debate es errónea, que en realidad no hay ninguna compensación entre igualdad e ineficiencia. ¿Por qué? Es cierto que la economía de mercado necesita cierta cantidad de desigualdad para funcionar. Pero la desigualdad estadounidense se ha vuelto tan extrema que está causando un enorme daño económico. Y esto, a su vez, se traduce en que es muy probable que la redistribución — es decir, gravar a los ricos y ayudar a los pobres — aumente, en lugar de reducir, la tasa de crecimiento de la economía.
Uno podría verse tentado de rechazar esta idea por considerarla una ilusión, una especie de equivalente liberal de la fantasía de derechas según la cual rebajarles los impuestos a los ricos incrementa los ingresos. El hecho, sin embargo, es que hay pruebas sólidas, procedentes de fuentes como el Fondo Monetario Internacional, de que la gran desigualdad constituye un lastre para el crecimiento y de que la redistribución puede ser buena para la economía.
A principios de esta semana, la nueva visión de la desigualdad y el crecimiento recibió un espaldarazo por parte de Standard & Poor's, la agencia de calificación, que ha publicado un informe que respalda la opinión de que una desigualdad elevada es un lastre para el crecimiento. La agencia resumía el trabajo de otros, no ha llevado a cabo ninguna investigación propia, y tampoco hay que tomarse su valoración como una verdad absoluta (recuerden su ridícula rebaja de categoría de la deuda de Estados Unidos). Lo que el visto bueno de S&P muestra, sin embargo, es lo generalizada que se ha vuelto esta nueva opinión sobre la desigualdad. A estas alturas, no hay motivos para creer que confortar a los acomodados y afligir a los afligidos sea bueno para el crecimiento, pero sí hay buenas razones para pensar lo contrario.

No hay indicios de que enriquecer más a los ricos enriquezca al país, pero hay pruebas fehacientes de los beneficios que tiene mitigar la pobreza de los pobres
Concretamente, si analizamos de forma sistemática los datos internacionales sobre desigualdad, redistribución y crecimiento (que es lo que han hecho los investigadores del FMI), vemos que unos niveles más bajos de desigualdad se relacionan con un crecimiento más rápido, no más lento. Además, la redistribución de los ingresos a una escala propia de los países desarrollados (aspecto en el que Estados Unidos está muy por debajo de la media) se “relaciona significativamente con un crecimiento más elevado y duradero”. Es decir, no hay indicios de que enriquecer más a los ricos enriquezca al país en su conjunto, pero hay pruebas fehacientes de los beneficios que tiene mitigar la pobreza de los pobres.
¿Cómo es eso posible? ¿Es que gravar a los ricos y ayudar a los pobres no reduce los incentivos que nos empujan a ganar dinero? Pues sí, pero esos incentivos no son lo único que influye en el crecimiento económico. La oportunidad también es fundamental. Y la desigualdad extrema priva a muchas personas de la oportunidad de sacarles el máximo partido a sus posibilidades.
Piensen en ello. ¿Tienen los niños con talento de las familias estadounidenses con pocos ingresos las mismas oportunidades de aprovechar su talento — recibir la educación adecuada, seguir la trayectoria profesional acertada — que los que nacen en mejor posición? Por supuesto que no. Además, esto no solo es injusto, es caro. La desigualdad extrema se traduce en el desaprovechamiento de los recursos humanos.
Y los programas gubernamentales que reducen la desigualdad pueden enriquecer al país en general reduciendo ese desaprovechamiento.
Fíjense, por ejemplo, en lo que sabemos sobre los vales para alimentos, siempre en el punto de mira de los conservadores que afirman que reducen los incentivos para ponerse a trabajar. Las pruebas históricas indican de hecho que ofrecer vales para alimentos reduce un poco el esfuerzo laboral, especialmente el de las madres solteras. Pero también indican que los estadounidenses que tuvieron acceso a los vales para alimento cuando eran niños son adultos más sanos y productivos que los que no lo tuvieron, lo que significa que han hecho una mayor aportación a la economía. El objetivo del programa de vales para alimentos era reducir la miseria, pero es muy probable que el programa también haya sido positivo para el crecimiento económico de Estados Unidos.
Yo diría que, con el tiempo, podremos afirmar lo mismo de Obamacare. Los seguros subvencionados empujarán a algunos a reducir el número de horas que trabajan, pero también se traducirán en una mayor productividad de aquellos estadounidenses que por fin reciben la atención sanitaria que necesitan, por no mencionar el hecho de que emplearán mejor sus aptitudes, ya que podrán cambiar de trabajo sin miedo a perder la cobertura. Por encima de todo, la reforma sanitaria probablemente nos haga más ricos, además de más seguros.
¿Logrará esta nueva visión de la desigualdad cambiar nuestro debate político? Así debería ser. Resulta que ser amable con los ricos y cruel con los pobres no es la clave del crecimiento económico. Por el contrario, hacer que nuestra economía sea más justa también la hará más rica. Adiós, filtración de la riqueza de arriba abajo; hola, filtración de abajo arriba.
 

La recuperacion economica en Estados Unidos


 
Cuando se cumplen cinco años del final de la gran recesión en Estados Unidos, la primera economía del mundo se expande, el paro baja, el déficit se ha encogido a más de la mitad y el boom del petróleo y el gas natural nutre los sueños de la independencia energética y de una caída de los precios que abonaría una nueva era de prosperidad.
Los datos más recientes —crecimiento del producto interior bruto del 4% en el segundo trimestre de 2014, nueve millones de empleos perdidos durante la gran recesión finalmente recuperados— invitan a la celebración. Pero nada volverá a ser igual.
Cuando la marea de la recesión se ha retirado definitivamente, ha quedado al descubierto un país más desigual, con el ascensor social atascado y unas clases medias que no han dejado de perder poder adquisitivo. El pesimismo, tan ajeno al ADN de EE UU, se ha instalado en este país.
La recuperación estadounidense, más sólida que la europea, no permite proclamar "misión cumplida" ni organizar desfiles de la victoria. Nadie celebra nada. La popularidad del presidente Barack Obama bordea los niveles más bajos de su presidencia, y su partido, el demócrata, se prepara para perder las elecciones legislativas del próximo noviembre. Los réditos políticos por la salida de la crisis —atribuible en parte a las políticas de estímulo fiscal de la Administración de Obama— están por llegar. Es una recuperación a medio gas. El regreso al optimismo de décadas anteriores se antoja una quimera.
"Las cosas van en la dirección correcta, pero no lo suficientemente rápido", dice Dean Baker, director del Center for Economic and Policy Research, un laboratorio de ideas progresista en Washington. "Muchos lo pasan mal. Millones de personas que querrían un empleo siguen sin trabajar. Los salarios están estancados. No sé si hay que llamarlo o no recesión, pero los beneficios del crecimiento económico no son compartidos. A mí me resulta difícil creer que estos son buenos tiempos", añade.

Si algo distingue a EE UU de otros países industrializados, es la parálisis del sistema, que dificulta las decisiones en política económica o en cualquier otro ámbito. Desde que en 2011 los republicanos se convirtieron en el partido mayoritario en la Cámara de Representantes, casi nada se ha movido en Washington. El Partido Demócrata del presidente Barack Obama controla el Senado. Ninguna ley de calado se ha aprobado. El pilotaje de la recuperación ha recaído en la Reserva Federal y la política monetaria.
El bloqueo en Washington, que en 2013 provocó el cierre durante unos días de la Administración federal y en verano de 2011 colocó a EE UU al borde de la suspensión de pagos, se explica en parte por la polarización ideológica y el giro a la derecha del Partido Republicano.
Los efectos en la economía no están claros. Doug Handler, economista jefe para EE UU de IHS Global Insight, cree que la parálisis en Washington "ha sido muy buena para el déficit del presupuesto federal". Al no llegar a un acuerdo sobre el llamado abismo fiscal en el fin de año de 2012 —otra de las crisis fiscales que han jalonado la presidencia de Obama—, los impuestos subieron para las personas con más ingresos y entraron en vigor una serie de recortes automáticos que quizá frenaron la recuperación, pero contribuyeron a recortar un déficit entonces desbocado y ahora bajo control.
Al mismo tiempo, las pugnas en el Congreso han creado incertidumbre y desconfianza. El pulso sobre el límite de endeudamiento hace tres años llevó una degradación de la nota de la deuda de EE UU por Standard & Poor's. El veto republicano ha impedido la renovación de las degradadas infraestructuras del país, un lastre, según la Casa Blanca, para el crecimiento. Los discursos sobre el posible declive de la primera potencia mundial se alimentan de argumentos sobre la ineficiencia del sistema en contraste con la capacidad de reacción de sistemas autoritarios como el chino.
Es la era del "estancamiento secular", por usar la expresión de Larry Summers, exsecretario del Tesoro y exconsejero económico de Obama, o del "gran estancamiento", por citar el título de un libro del economista liberal (en el sentido europeo) Tyler Cowen, de la Universidad George Mason, cerca de Washington.
Pese a la multiplicación de signos alentadores, los estadounidenses viven en un estado de "ansiedad" por su futuro económico, según un sondeo de The Wall Street Journal y la cadena NBC. Se crea empleo, pero este es precario: la economía crece, pero los salarios o se estancan o disminuyen. El 60% de empleos perdidos durante la recesión era de salarios medios; el 73% de los que hace un año se habían recuperado eran de salarios bajos, según explica Cowen en su último libro, Average is over (se acabó el termino medio).
EE UU, el país eléctrico donde nadie se detiene ni para de moverse, es ahora un país menos móvil. La movilidad entre las clases sociales es menor, como dijo Obama en un discurso el año pasado: "Las estadísticas no sólo muestran que nuestros niveles de desigualdad de ingresos se acercan a los de países como Jamaica y Argentina, sino que ahora es más difícil para un niño nacido aquí en América mejorar su rango en la vida que para los niños de la mayoría de países ricos, países como Canadá, Alemania o Francia". Otra secuela de la gran recesión es un país con menos movilidad geográfica. En 1950, un 20% de los estadounidenses cambiaban de residencia cada año; entre 2012 y 2013 fueron menos del 12%. El columnista conservador David Brooks vinculó en un artículo esta tendencia, entre otros factores, a la pérdida de confianza en sí mismos y a la aversión al riesgo de los sectores golpeados por la recesión, el grupo que Brooks llama "el nuevo precariado", mal pagado y mal formado. Y, ¿qué es EE UU sin riesgo y confianza en las posibilidades ilimitadas de uno mismo y su país?
La economía definirá en gran parte el legado de Obama, que abandonará la Casa Blanca en enero de 2017. Hay dos maneras de mirar los datos que cada semana arrojan organismos oficiales y empresas privadas.
La primera se fija en la realidad de un país que en 2008 se asomó al abismo de otra gran depresión y lleva media década creciendo y reduciendo el paro. Comparado con la Europa de la austeridad y los rescates, los Estados Unidos de Obama son una historia de éxito económico. Sus políticas han funcionado.
Además del estímulo, la reforma sanitaria, que permite acceder a un seguro médico a millones de personas sin cobertura médica, puede transformar un sector que representa cerca de un 18% de la economía. Y el desarrollo de la técnica del fracking o fracturación hidráulica ha desatado una revolución energética que genera decenas de miles de empleos: más de dos millones, según Gregory Zuckerman, autor del libro The frackers, sobre los pioneros de la revolución. El fracking abarata la energía, lo que puede ser una ayuda para la industria autóctona, y reduce la dependencia de regiones inestables o países hostiles.


Fuente: Bloomberg / C. AYUSO
Nadie cuestiona que Obama dejará la economía mejor de lo que la encontró, pero hay otra mirada posible: la que se fija en el potencial de la economía de Estados Unidos y toma nota de los desperfectos que ha dejado no sólo la crisis reciente sino tres décadas de desigualdades crecientes.
"Esta recuperación no está mal. Pero es mucho más lenta que recuperaciones anteriores", dice Cowen. "Piense en los años ochenta. Entonces las tasas de crecimiento eran de entre el 4% y el 6 %, con un retorno rápido al pleno empleo. Y ahora estamos tan contentos con expectativas tan bajas. Diría que la noticia es cómo han cambiado nuestras expectativas".
El 4% de crecimiento del PIB entre abril y junio de 2014 puede llevar a engaño. Baker aconseja hacer el promedio con la caída del 2,1% entre enero y marzo. La Oficina Presupuestaria del Congreso calcula que la economía norteamericana se encuentra 770.000 millones de dólares por debajo de lo que sería capaz de producir.
El periodista Neil Irwin, de The New York Times, ha desglosado las causas de esta debilidad. Una es la vivienda, origen de la crisis financiera que precipitó la gran recesión: "En Estados Unidos se construyen menos casas de lo que se esperaría por el crecimiento demográfico", escribe Irwin. Los recortes en los tres niveles de Gobierno —federal, estatal y local— son otro freno, así como el consumo de bienes duraderos y de equipamiento industrial.
"Las cosas van bien, pero no tanto como podría esperarse de una economía que tiene mucho margen de crecimiento. El producto interior bruto actual se halla por debajo del producto interior bruto potencial", constata Doug Handler, economista jefe para EE UU de la empresa de análisis IHS Global Insight. "No sé si hay algo que celebrar, pero sin duda estamos en mejor forma que hace dos o tres años, y que hace seis. Finalmente, somos capaces de crecer a un ritmo bastante razonable sin problemas como el déficit del presupuesto federal o sin aumentos de impuestos que ejerzan una influencia negativa".
Hace cinco años el déficit presupuestario representaba el 9,8% del PIB. Según las proyecciones de la Oficina Presupuestaria del Congreso, en 2014 el déficit será del 2,8%. Los tortuosos debates en Washington sobre el despilfarro de la Administración de Obama y un apocalipsis fiscal inminente han desparecido. Los temores resultaron exagerados.
La tasa de paro, que alcanzó el 10% en octubre de 2009, se sitúa ahora en el 6,2%. EE UU lleva medio año sumando más de 200.000 empleos cada mes. La última vez que esto ocurrió fue en 1997, durante los dorados noventa, los años del presidente Bill Clinton, la última década de auténtica prosperidad.
"Durante el último año, hemos añadido más empleos que en cualquier año desde 2006", dijo hace unos días Obama en una rueda de prensa en la Casa Blanca. "Al final, nuestras empresas han creado 9,9 millones de empleos nuevos en los últimos 53 meses. Es la racha más larga de creación de empleo en el sector privado de nuestra historia".
El problema es que en los últimos años se ha reducido el número de personas en edad de trabajar que trabajan o buscan empleo. En abril de 2007, cuando la burbuja inmobiliaria estaba a punto de estallar, rozaba el 67%. Ahora es del 62,9%.
No está claro que todos los que han dejado de buscar trabajo lo hayan hecho por las malas perspectivas económicas. El envejecimiento de la población y el inicio de la jubilación de los miembros de la generación del baby boom tienen un papel.
Pero a estos se suman los más de tres millones de parados de larga duración, que llevan más de 26 semanas sin trabajo y representan un tercio de todos los desempleados, y las personas que trabajan a tiempo parcial involuntariamente, porque sus empresas han recortado las horas laborables o porque no encuentran un empleo a tiempo completo. En julio eran 7,5 millones.
"Las condiciones del mercado laboral han mejorado y la tasa de desempleo ha seguido bajando", dijo, en su último comunicado, el Comité del Mercado Abierto de la Reserva Federal (FOMC, en sus iniciales inglesas), que decide la política monetaria en EE UU. "No obstante, un abanico de indicadores del mercado laboral señala que sigue habiendo una infrautilización de los recursos laborales".
La ambivalencia sobre la economía estadounidense se traslada al debate interno en la Reserva Federal. De un lado, quienes abogan por mantener los tipos de interés "durante un periodo considerable" cerca de cero, donde han estado desde 2008. Así consta en el comunicado. Del otro quienes, como Charles Plosser, presidente de la Reserva Federal de Filadelfia y miembro del FOMC, sostienen, como escribió en un voto discrepante, que la citada valoración "no refleja el progreso económico considerable realizado hacia los objetivos del comité".
En EE UU, la gran recesión movilizó a los responsables de la política monetaria y fiscal. La Reserva Federal abarató el precio del dinero hasta los niveles más bajos de la historia y puso en marcha un programa de compra masiva de bonos para impulsar la economía. En paralelo, el Congreso aprobó en 2009, poco después de la llegada de Obama a la Casa Blanca, un plan de estímulo de 787.000 millones de dólares que, junto al rescate bancario de 700.000 millones de dólares firmado por el anterior presidente, el republicano George W. Bush, contribuyó a frenar la caída libre.
"Nuestro estímulo terminó en 2010: demasiado pronto", lamenta Baker, del Center for Economic and Policy Research. "Se esperaba que la economía regresara, pero desconozco el motivo para pensarlo: teníamos una economía guiada por las burbujas inmobiliarias y, sin burbujas, no había ningún mecanismo para crear demanda de la nada".
"Hay que recordar dónde estábamos en 2009", dice Handler, de IHS Global Insight. "Era la peor contracción de la economía desde la gran depresión. Y el estímulo proporcionó a las empresas y consumidores la confianza de que el Estado intervendría para arreglar las cosas si era necesario evitar la caída libre".
El legado de Obama, prosigue Handler, será "haber sacado la economía de la recesión y haber gestionado el estímulo y el crecimiento posterior". "Quedará en el olvido", contrarresta Tyler Cowen. "Creo que quedará como el recuerdo de Bush más Obama, puesto que ambos hicieron, en síntesis, lo mismo. Era lo que parecía necesario para rescatar la economía americana, por lo que no será un legado negativo, pero no se les recordará como presidentes que arreglaron el problema de fondo".
Según el sondeo de The Wall Street Journal y NBC, un 64% de estadounidenses sienten todavía los efectos de la recesión. Cuatro de cada diez tiene a alguien en casa que en los últimos cinco años se quedó en paro. Un 76% de adultos cree que la generación de sus hijos no vivirá mejor que la suya, una quiebra en la confianza en el progreso continuo, uno de los pilares de la historia de EE UU.
Obama no se ha atrevido a celebrar, como hizo el republicano Ronald Reagan en un anuncio electoral en 1984, un nuevo "amanecer en América". La recuperación esta vez no va acompañada de un optimismo sobre EE UU y su lugar en el mundo, sino de una sensación de declive. La recesión queda lejos; el malaise —el malestar que definió la presidencia del demócrata Jimmy Carter, en los años setenta— sigue allí.
 
 
 

Evolucion de la desigualdades en Estados Unidos

El profesor Cowen, de 52 años, observa la economía de Estados Unidos y el retrato no es amable: menos ingresos para las clases medias, más desigualdades entre los ciudadanos con acceso a una educación de calidad y trabajos bien remunerados y aquellos no educados y que se conforman con trabajos precarios, una economía que no crece lo suficiente para elevar el nivel de vida de la mayoría...
"Los números revelan que en los últimos 15 años el nivel de vida medio de un hogar estadounidense típico ha caído entre el 5% y el 10%. Lo que, claro está, es malo. Me parece bastante plausible decir que bajará otro 5% o 10% más en los próximos 10 o 15 años. Lo que, claro está, también es malo. Pero mantengamos la perspectiva: no estoy diciendo que EE UU vaya a convertirse en Calcuta. Los niveles de vida de muchas personas en EE UU se encontrarán más cerca de los de Bélgica o parte de Europa occidental. Esto es malo, pero puede gestionarse: no es el fin del mundo", dice desde el sofá de su casa.
No, Calcuta no es el mejor ejemplo para hacernos una idea de cómo será EE UU y otras economías industrializadas en los próximos años. El ejemplo hay que buscarlo en otro lugar de Asia. "Creo que el mundo se parecerá un poco a lo que tenemos en Singapur. Allí el 14% de la población tiene el patrimonio de un millonario. Y esto sin contar las propiedades inmobiliarias. Es muy alto. Claro que sigue siendo una minoría, pero creo que muchos países llegarán a un punto similar, en el que no sólo el 1% de arriba del todo, sino un buen pedazo del país, será realmente bastante rico".
Cowen cree que, si se exceptúa Internet, nuestra tecnología hoy no es tan distinta de la de los años cincuenta
—¿Y el resto?
—Sus salarios se estancarán. Quizá bajen un poco.
El crecimiento lento —el gran estancamiento, por citar el título de su libro— no es consecuencia de la gran recesión de 2008. Más bien es su causa, según Cowen.
"Si usted mira las ofertas de salarios para las personas con título universitario en Estados Unidos, dejaron de crecer hacia 1999. Diría que la recesión fue causada por el crecimiento lento. Gastamos y nos endeudamos como si fuésemos a crecer un 3% y al final apenas crecimos. Lo mismo ocurrió en España. Los detalles son algo distintos, pero en general la gente creyó que las cosas iban muy bien, se endeudó y gastó mucho dinero, y resultó que no estaban tan bien. Ahora España tiene una tasa de fertilidad de cerca del 1,3, los inmigrantes vuelven a casa, ustedes y nosotros envejecemos, el presupuesto está bien hoy, pero a largo plazo, como en cualquier país desarrollado, no es tan favorable, ya no innovamos a un ritmo tan rápido, el número de start-ups y nuevos negocios ha caído, tenemos todas estas cosas tan buenas en Internet, pero, por lo demás, las cosas se han parado y lo máximo a lo que aspiramos es a agarrar pedacitos de crecimiento. Y este es el mundo en que vivimos. Yo lo llamo la nueva normalidad". España y Estados Unidos, afirma, "tienen más en común de lo que mucha gente sugiere".
En The great stagnation (El gran estancamiento), publicado en 2011, Cowen intentó explicar por qué las últimas tres recesiones habían terminado con una "recuperación sin empleo", en 1991, 2001 y 2009. Cowen sostenía que en los 300 años anteriores EE UU había prosperado gracias a una innovación tecnológica insólita, a un sistema educativo que multiplicó en pocos años la población con estudios superiores, y a enormes cantidades de tierra para cultivar y ocupar. Estas ventajas se han agotado. Cowen cree que, si se exceptúa Internet, nuestra tecnología hoy no es tan distinta de la de los años cincuenta: los sueños de coches voladores y viajes a Marte en el siglo XXI no se han cumplido; como dice el magnate de Silicon Valley Peter Thiel, amigo de Cowen: "Queríamos coches voladores, y en su lugar tenemos 140 caracteres".
El último libro de Cowen, Average is over (Se acabó la medianía), de 2013, describe un mundo en que lo que decide si uno cae a un lado u otro de la divisoria es el nivel educativo y la capacidad para trabajar con máquinas, un mundo dividido entre una élite que sale reforzada de la gran recesión y el resto que queda en la cuneta y deberá conformarse con empleos precarios e ingresos bajos.
Pero a Cowen no le gusta hablar de desigualdad. Prefiere hablar de "estancamiento de oportunidades".
Los beneficios que supone recibir una buena educación han aumentado. Esto representa un problema para algunos, pero la respuesta es elevar a más personas, no pegarle un hachazo a los que más ganan
"La gente quiere decir cosas distintas con la palabra desigualdad. Una cosa que quieren decir es el crecimiento del 1% que más gana. Para mí esto no es un problema", dice. "El segundo aspecto de la desigualdad es que los beneficios que supone recibir una buena educación han aumentado. Las personas con un buen título ganan más que las personas que sólo han acabado el instituto. Esto representa un problema para algunos, pero la respuesta es elevar a más personas, no pegarle un hachazo a los que más ganan. Así que el problema no es la desigualdad, sino las oportunidades de quienes ganan poco. Y aquí llega otro problema: como el crecimiento es lento, las personas que están abajo no suben tan rápido, al contrario que en los años cincuenta o sesenta, cuando los niveles de vida se multiplicaban por dos cada 25 o 30 años. Esto ya no ocurre".
¿Soluciones? Cowen prefiere hablar de medidas de "alivio" o "mejoras" que de soluciones. "Si miras a lo que gastan las personas que no son ricas, sus principales problemas son el alquiler que pagan o la casa, la educación y la cobertura sanitaria. En todos estos sectores los precios han subido durante bastante tiempo", dice. Ser pobre es caro en EE UU. La mejora en la vivienda en este país, dice, pasa por la desregulación. "Más cosas en mi país deberían ser como en Texas, donde construir es más fácil, los alquileres son más bajos y las personas pobres en comparación están mejor". Sobre los costes de la sanidad, que en este país es privada excepto para las personas con menos ingresos y los mayores de 65 años, "está por ver qué ocurrirá". "En la educación veo muchos avances en el sector privado online", dice. "Pero la dificultad aquí es que podrías resolver el problema de la educación y en esencia se necesitarían veinte años para obtener resultados".
¿Y España? "Me preocupa el futuro político de la Unión Europea y de España. Ustedes afrontan grandes decisiones. Escocia, con Reino Unido. Reino Unido, o lo que quede de él, y la UE. Cataluña y España. El crecimiento de un partido semifascista en Francia. No pretendo predecir lo que ocurrirá, pero cuando lo miro, como extranjero, veo demasiadas cosas malas, demasiadas fuerzas empujando en la dirección incorrecta".
 
 

jueves, 7 de agosto de 2014

After the Dollar

NEW YORK – It is symbolic that the recent BRICS summit in Fortaleza, Brazil, took place exactly seven decades after the Bretton Woods Conference that created the International Monetary Fund and the World Bank. The upshot of the BRICS meeting was the announcement of the New Development Bank, which will mobilize resources for infrastructure and sustainable development projects, and a Contingent Reserve Arrangement to provide liquidity through currency swaps.
The Bretton Woods Conference marked one of history’s greatest examples of international economic cooperation. And, while no one can say yet whether the BRICS’ initiatives will succeed, they represent a major challenge to the Bretton Woods institutions, which should respond. Rethinking the role of the US dollar in the international monetary system is a case in point.
One key feature of the Bretton Woods system was that countries would tie their exchange rates to the US dollar. While the system was effectively eliminated in 1971, the US dollar’s central role in the international monetary system has remained intact – a reality that many countries are increasingly unwilling to accept.
Dissatisfaction with the dollar’s role as the dominant global reserve currency is not new. In the 1960s, French Finance Minister Valéry Giscard d’Estaing famously condemned the “exorbitant privilege” that the dollar’s status bestowed upon the United States.
The issue is not merely one of fairness. According to the Belgian economist Robert Triffin, an international monetary system based on a national currency is inherently unstable, owing to the resulting tensions among the inevitably divergent interests of the issuing country and the international system as a whole.
Triffin issued his warning more than 50 years ago, but it has recently gained traction, as China’s rise has made the world increasingly disinclined to tolerate the instability caused by a dollar-denominated system. The solution, however, lies not in replacing the dollar with the renminbi, but in strengthening the role of the world’s only truly global currency: the IMF’s Special Drawing Rights.
Following the creation of SDRs in 1969, IMF members committed to make them “the principle reserve asset in the international monetary system,” as stated in the Articles of Agreement. But the peculiar way in which SDRs were adopted limited their usefulness.
For starters, the separation of the IMF’s SDR account from its general account made it impossible to use SDRs to finance IMF lending. Furthermore, though countries accrue interest on their holdings of SDRs, they have to pay interest on the allocations they receive. In other words, SDRs are both an asset and a liability, functioning like a guaranteed credit line for the holder – a sort of unconditional overdraft facility.
Nonetheless, SDRs have proved to be useful. After initial allocations in 1970-1972, more were issued to increase global liquidity during major international crises: in 1979-1981, in 1997, and, in particular, in 2009, when the largest issue – the equivalent of $250 billion – was made.
While developed countries, including the US and the United Kingdom, have drawn on their allocations, the major users have been developing and, in particular, low-income countries. In fact, this is the only way in which developing countries (China aside) share in the creation of international money.
Several estimates indicate that, given the additional demand for reserves, the world could absorb annual allocations of $200-300 billion or even more. This has prompted many – including People’s Bank of China Governor Zhou Xiaochuan; the United Nations-backed Stiglitz Commission; the Palais-Royal Initiative, led by former IMF Managing Director Michel Camdessus; and the Triffin International Foundation – to call for changes to the international monetary system.
In 1979, the IMF economist Jacques Polak, who had been part of the Dutch delegation at the Bretton Woods conference, outlined a plan for doing just that. His recommendations include, first and foremost, making all of the IMF’s operations in SDRs, which would require ending the separation of the IMF’s SDR and general accounts.
The simplest way to fulfill this vision would be to allocate SDRs as a full reserve asset, which countries could either use or deposit in their IMF accounts. The IMF would use those deposits to finance its lending operations, rather than having to rely on quota allocations or “arrangements to borrow” from members.
Other provisions could be added. To address developing countries’ high currency demands, while enhancing their role in the creation of international money, a formula could be created to give them a larger share in SDR allocations than they now receive.
The private use of SDRs could also be encouraged, though that would likely be met with strong opposition from countries currently issuing international reserve currencies, especially the US. Keeping SDRs as pure “central-bank money” would eliminate such opposition, enabling them to complement and stabilize the current system, rather than upend it.
Just as the Bretton Woods framework restored order to the global economy after WWII, a new monetary framework, underpinned by a truly international currency, could strengthen much-needed economic and financial stability. Everyone – even the US – would benefit from that.

Read more at http://www.project-syndicate.org/commentary/jose-antonio-ocampo-promotes-the-imf-s-special-drawing-rights-as-a-global-reserve-currency#hHQOIr6GhXvqua8o.99

miércoles, 18 de junio de 2014

Paraisos fiscales, riqueza y fiscalidad


 Casi 8 billones de dólares, que distorsionan la economía mundial y atan de manos a los Gobiernos a la hora de afrontar sus políticas económicas, es el valor de los activos que se mantienen ocultos en los paraísos fiscales.
Así lo establece Gabriel Zucman, profesor asociado en la London School of Economics (LSE) y uno de los discípulos del célebre Thomas Piketty, el gurú de la desigualdad. Su misión ha sido calcular lo más certeramente posible la cantidad de dinero que se evade a través de paraísos fiscales.
En lo que se ha basado Zucman para hacer el cálculo, tal y como recoge The New York Times, es en las diferencias entre los activos y los pasivos de los balances internacionales. Al contener muchos más pasivos, las cuentas no cuadraban; la explicación siempre ha sido los paraísos fiscales. Multinacionales e individuos acaudalados “esconden” sus activos para evitar el ojo del fisco.
La que nunca se había estimado con demasiada exactitud era a cuánto ascendía la evasión fiscal global. Tras analizar los datos que han publicado recientemente Suiza y Luxemburgo, este economista estima que actualmente hay aparcados unos 7,6 billones de dólares en paraísos fiscales, es decir, el 8% de la riqueza personal total mundial. Y, además, asegura que son unos cálculos conservadores.
Zucman cree que si este dinero fuera registrado y propiamente gravado, los ingresos fiscales de los Estados aumentarían en más de 200.000 millones de dólares anuales.
Y esos datos ni siquiera incluyen la elusión fiscal que practican algunas multinacionales, una cantidad que podría ser todavía mayor. De hecho, según sus cálculos, el 20% de los beneficios de las empresas estadounidenses son trasladados a paraísos fiscales y las prácticas evasivas reducen en un tercio los ingresos fiscales del Gobierno por este concepto.
De hecho, las prácticas fiscales de este tipo se han vuelto tan comunes desde los años 80 que el impuesto de sociedades efectivo en EEUU ha caído desde el 30 al 15%, aunque el tipo nominal no ha cambiado en ese mismo tiempo.
Recientemente, el think tank español Fedea recogía los estudios de Zucman a nivel español, que estiman que los españoles tendrían unos 144.000 millones de euros en paraísos fiscales, lo que supondría que solo en España se pierden 7.400 millones de euros en impuestos.
Estos números son lo suficientemente grandes como para poner en cuestión algunos lugares comunes que se han extendido en los últimos años, como por ejemplo que China se haya convertido en el “dueño” del mundo o que Europa y EEUU estén realmente tan endeudados como podría parecer. La idea de un mundo rico endeudado es “una ilusión creada por los paraísos fiscales”, defendía Zucman en un trabajo publicado el año pasado.
Otro efecto de los paraísos fiscales es que subestiman la desigualdad real que hay en el mundo, dado que solo las multinacionales y la gente que tiene como mínimo 50 millones de dólares pueden permitirse las estructuras necesarias para esconder su dinero en un paraíso fiscal. Además, pagan menos impuestos que un trabajador corriente, por lo que la desigualdad crece todavía más.
“Hubo un cambio profundo de actitud en los años 80. En los 50, los 60 y los 70 los impuestos eran mucho más altos, pero no se consideraba normal tratar agresivamente de reducir tu factura de impuestos”, dijo.

lunes, 16 de junio de 2014

Political and Economic situation in Europe

LONDON – The recent European Parliament elections were dominated by disillusion and despair. Only 43% of Europeans bothered to vote – and many of them deserted establishment parties, often for anti-EU extremists. Indeed, the official results understate the extent of popular dissatisfaction; many who stuck with traditional parties did so reluctantly, faute de mieux.
There are many reasons for this political earthquake, but the biggest are the enduring misery of depressed living standards, double-digit unemployment rates, and diminished hopes for the future. Europe’s rolling crisis has shredded trust in the competence and motives of policymakers, who failed to prevent it, have so far failed to resolve it, and bailed out banks and their creditors while inflicting pain on voters (but not on themselves).
The crisis has lasted so long that most governing parties (and technocrats) have been found wanting. In the eurozone, successive governments of all stripes have been bullied into implementing flawed and unjust policies demanded by Germany’s government and imposed by the European Commission. Though German Chancellor Angela Merkel calls the surge in support for extremists “regrettable,” her administration – and EU institutions more generally – is substantially responsible for it.
Start with Greece. Merkel, together with the European Commission and the European Central Bank, threatened to deprive Greeks of the use of their own currency, the euro, unless their government accepted punitive conditions. Greeks have been forced to accept brutal austerity measures in order to continue to service an unbearable debt burden, thereby limiting losses for French and German banks and for eurozone taxpayers whose loans to Greece bailed out those banks.
As a result, Greece has suffered a slump worse than Germany’s in the 1930’s. Is it really any wonder that popular support for the governing parties that complied with this diktat plunged from 69% in the 2009 European Parliament election to 31% in 2014, that a far-left coalition demanding debt justice topped the poll, or that the neo-Nazi Golden Dawn party finished third?
In Ireland, Portugal, and Spain, the bad lending of German and French banks in the bubble years was primarily to local banks rather than to the government. But here, too, the Berlin-Brussels-Frankfurt axis blackmailed local taxpayers into paying for foreign banks’ mistakes – presenting the Irish with a €64 billion ($87 billion) bill, roughly €14,000 per person, for banks’ bad debt – while imposing massive austerity.
Support for compliant establishment parties duly collapsed – from 81% in 2009 to 49% in 2014 in Spain. Fortunately, memories of fascist dictatorship may have inoculated Spain and Portugal against the far-right virus, with left-wing anti-austerity parties and regionalists benefiting instead. In Ireland, independents topped the poll.
The misconception that northern European taxpayers are bailing out southern ones also prompted a backlash in Finland, where the far-right Finns won 13% of the vote, and in Germany, where the new anti-euro Alternative für Deutschland won 7%.
At Merkel’s behest and with the complicity of the ECB, which waited until July 2012 to quell a bond-market panic sparked by eurozone policymakers’ mistakes, the Commission also imposed eurozone-wide austerity, causing a cumulative loss of nearly 10% of GDP in 2011-13, according to the Commission’s own economic model. By plunging Italy into a deep recession (from which it has yet to recover), austerity sank interim Prime Minister Mario Monti’s broad-based coalition and boosted Beppe Grillo’s anti-establishment, anti-euro Five Star Movement, which finished second in the European Parliament election.
Merkel also demanded a stifling and undemocratic EU fiscal straightjacket, which the Commission duly enforces. So when voters throw out a government, EU fiscal enforcer Olli Rehn immediately insists that the new administration stick to its predecessor’s failed policies, alienating voters from the EU and pushing them toward the extremes.
Consider France. After François Hollande became President in 2012 on a pledge to end austerity, his Socialist Party won a large majority in parliamentary elections. But Berlin browbeat him into further austerity. Now, with both the center right and the center left discredited – together, they received only 35% of the popular vote – Marine Le Pen’s racist Front National topped the poll by promising radical change.
Along with a chronic economic crisis, Europe now has an acute political crisis. Yet the EU establishment seems bent on pursuing business as usual. In the parliament, a vocal but fragmented minority of critics, cranks, and bigots is likely to push the center-right and center-left groups, which still have a combined majority, to club together even more closely.
The low turnout and weakening of mainstream parties gives the European Council – national leaders of the EU’s member states – a pretext to continue cutting deals in smoke-free rooms. First up will be the choice of the European Commission’s next president. The outgoing president, José Manuel Barroso, claims that “the political forces that led and supported…the Union’s joint crisis response…have overall won once again.” Merkel wants to stick to current policies that have failed to deliver growth and jobs.
Perhaps the man to shake things up is Matteo Renzi, Italy’s dynamic 39-year-old prime minister. In office since February, he won a resounding 41% of the vote, twice that of his nearest rival. Already committed to reforming his country’s crony capitalism, he now has a mandate to challenge Merkel’s crisis response. The timing is perfect: Italy takes over the EU’s rotating presidency in July. Renzi has already called for a €150 billion EU investment boost and greater fiscal flexibility.
Instead of a eurozone caged in by Germany’s narrow interests as a creditor, Europe needs a monetary union that works for all of its citizens. Zombie banks should be restructured, excessive debts (both private and public) written down, and increased investment combined with reforms to boost productivity (and thus wages). The fiscal straightjacket should be scrapped, with governments that borrow too much allowed to default. Ultimately, the fairer, freer, and richer eurozone that would emerge is in Germany’s interest, too.
Europeans also need a greater say over the EU’s direction – and the right to change course. They need a European Spring of economic and political renewal.
 

Read more at http://www.project-syndicate.org/commentary/philippe-legrain-lays-the-blame-for-the-disastrous-outcome-of-the-european-parliament-election-at-germany-s-feet#eF8hsqxl4PYHdBvJ.99

Innovation, industrial policies and learning societies

NEW YORK – Citizens in the world’s richest countries have come to think of their economies as being based on innovation. But innovation has been part of the developed world’s economy for more than two centuries. Indeed, for thousands of years, until the Industrial Revolution, incomes stagnated. Then per capita income soared, increasing year after year, interrupted only by the occasional effects of cyclical fluctuations.
The Nobel laureate economist Robert Solow noted some 60 years ago that rising incomes should largely be attributed not to capital accumulation, but to technological progress – to learning how to do things better. While some of the productivity increase reflects the impact of dramatic discoveries, much of it has been due to small, incremental changes. And, if that is the case, it makes sense to focus attention on how societies learn, and what can be done to promote learning – including learning how to learn.
A century ago, the economist and political scientist Joseph Schumpeter argued that the central virtue of a market economy was its capacity to innovate. He contended that economists’ traditional focus on competitive markets was misplaced; what mattered was competition for the market, not competition in the market. Competition for the market drove innovation. A succession of monopolists would lead, in this view, to higher standards of living in the long run.
Schumpeter’s conclusions have not gone unchallenged. Monopolists and dominant firms, like Microsoft, can actually suppress innovation. Unless checked by anti-trust authorities, they can engage in anti-competitive behavior that reinforces their monopoly power.
Moreover, markets may not be efficient in either the level or direction of investments in research and learning. Private incentives are not well aligned with social returns: firms can gain from innovations that increase their market power, enable them to circumvent regulations, or channel rents that would otherwise accrue to others.
But one of Schumpeter’s fundamental insights has held up well: Conventional policies focusing on short-run efficiency may not be desirable, once one takes a long-run innovation/learning perspective. This is especially true for developing countries and emerging markets.
Industrial policies – in which governments intervene in the allocation of resources among sectors or favor some technologies over others – can help “infant economies” learn. Learning may be more marked in some sectors (such as industrial manufacturing) than in others, and the benefits of that learning, including the institutional development required for success, may spill over to other economic activities.
Such policies, when adopted, have been frequent targets of criticism. Government, it is often said, should not be engaged in picking winners. The market is far better in making such judgments.
But the evidence on that is not as compelling as free-market advocates claim. America’s private sector was notoriously bad in allocating capital and managing risk in the years before the global financial crisis, while studies show that average returns to the economy from government research projects are actually higher than those from private-sector projects – especially because the government invests more heavily in important basic research. One only needs to think of the social benefits traceable to the research that led to the development of the Internet or the discovery of DNA.
But, putting such successes aside, the point of industrial policy is not to pick winners at all. Rather, successful industrial policies identify sources of positive externalities – sectors where learning might generate benefits elsewhere in the economy.
Viewing economic policies through the lens of learning provides a different perspective on many issues. The great economist Kenneth Arrow emphasized the importance of learning by doing. The only way to learn what is required for industrial growth, for example, is to have industry. And that may require either ensuring that one’s exchange rate is competitive or that certain industries have privileged access to credit – as a number of East Asian countries did as part of their remarkably successful development strategies.
There is a compelling infant economy argument for industrial protection. Moreover, financial-market liberalization may undermine countries’ ability to learn another set of skills that are essential for development: how to allocate resources and manage risk.
Likewise, intellectual property, if not designed properly, can be a two-edged sword when viewed from a learning perspective. While it may enhance incentives to invest in research, it may also enhance incentives for secrecy – impeding the flow of knowledge that is essential to learning while encouraging firms to maximize what they draw from the pool of collective knowledge and to minimize what they contribute. In this scenario, the pace of innovation is actually reduced.
More broadly, many of the policies (especially those associated with the neoliberal “Washington Consensus”) foisted on developing countries with the noble objective of promoting the efficiency of resource allocation today actually impede learning, and thus lead to lower standards of living in the long run.
Virtually every government policy, intentionally or not, for better or for worse, has direct and indirect effects on learning. Developing countries where policymakers are cognizant of these effects are more likely to close the knowledge gap that separates them from the more developed countries. Developed countries, meanwhile, have an opportunity to narrow the gap between average and best practices, and to avoid the danger of secular stagnation.

Read more at http://www.project-syndicate.org/commentary/joseph-e--stiglitz-makes-the-case-for-a-return-to-industrial-policy-in-developed-and-developing-countries-alike#bkxOZ11goL1b6Obq.99