Los problemas estructurales de Europa requieren una solidaridad democrática entre los ciudadanos de todos los países miembros que ni existe ahora mismo ni parece que vaya a existir en un futuro próximo.
Si fracasa el euro, fracasa Europa”. Así habló Angela Merkel. Por desgracia, el euro está fracasando, si bien poco a poco. Incluso en el caso de que Grecia se vaya, no parece probable que la eurozona se derrumbe a corto plazo, aunque podría ocurrir. Hay muchas más posibilidades de que se arrastre como un tractor kazajo de mala calidad, con un crecimiento más lento, más desempleo y más sufrimiento humano de los que habrían experimentado esos mismos países sin la unión monetaria. Sin embargo, la miseria se repartirá de forma desigual entre los países deudores y los acreedores, las dificultades del sur y la prosperidad del norte.
Esas distintas experiencias se reflejarán en las elecciones nacionales y crearán más tensiones como las que ya hemos presenciado entre Alemania y Grecia. Al final se encontrará una salida, pero puede ser un proceso muy largo. “Es mucha la ruina en una nación”, escribió Adam Smith. Tras los extraordinarios logros alcanzados en los 70 años transcurridos desde 1945, y los recuerdos y esperanzas que sigue inspirando el proyecto europeo, queda todavía mucha ruina en nuestro continente.
Hace poco participé en un acto en Francfort al que asistieron representantes de los principales inversores europeos. Se hizo una encuesta rápida en la que se proponían varias respuestas sobre cómo podría estar la eurozona dentro de cinco años y se preguntaba cuál era la más probable. Casi la mitad de los asistentes respondieron, como yo, “Igual que Japón en los años noventa”. El 20% escogió “¿Qué eurozona?” El 18% dijo “Reino Unido después de Thatcher”, es decir —supongo—, una economía más pobre y ahorradora, cuyas políticas de austeridad y reformas estructurales crearían crecimiento pero también trastornos y desigualdades. Salvo que las desigualdades no se producirían en un solo país, sino que se repartirían de forma irregular entre varios. Alemania y otros países del norte de Europa seguirían siendo los más beneficiados y otros los más perjudicados.
Decir esto es apoyar un análisis económico con el que los principales políticos y economistas alemanes están ferozmente en desacuerdo. La austeridad y las reformas estructurales son el verdadero camino de salvación, insisten. Ya lo dijo Merkel en 2013: “Lo que hemos hecho lo pueden hacer todos los demás”. Pero esta afirmación tiene al menos tres fallos. Para empezar, como sabe cualquier buen médico, hasta la mejor medicina puede tener consecuencias desastrosas si se administra una dosis demasiado fuerte a un paciente debilitado. Segundo, los griegos, los italianos y los franceses no son los alemanes. Sus economías, desde luego, necesitan reformas estructurales como las que han impulsado, por ejemplo, las exportaciones españolas, pero ni sus sociedades ni sus empresas tienen el mismo tipo de reacción. Tercero, si toda la eurozona se convierte en un gran Exportweltmeister a la alemana, ¿quién consumirá sus productos? Parte de la demanda debe venir de ella misma, sobre todo de los países más ricos como Alemania. Si todos los demás países deben tener un comportamiento más parecido al de Alemania, esta tendrá que comportarse de manera un poco distinta. Pero el país no está preparado para hacerlo.
A largo plazo, Alemania sufrirá las consecuencias, pero a corto plazo, no. Cuando se da un paseo por la mayoría de las ciudades alemanas, uno se pregunta: ¿Crisis? ¿Qué crisis? Aunque Alemania ha tenido que rescatar a países como Grecia, gran parte de ese dinero ha ido a parar después a los imprudentes prestamistas, entre los que estaban sus propios bancos. Y las exportaciones alemanas han sacado enorme provecho a la eurozona.
En Francfort, la miseria de Atenas parece muy lejana. Al reflexionar sobre las políticas de austeridad en el sur de Europa, un banquero alemán dijo: “El problema de Grecia es que nunca lo han intentado”. Se refería a un país en el que personas que eran de clase media se ven ahora obligadas a recurrir a los comedores sociales, uno de cada dos jóvenes está en paro y, según un cálculo de Martin Wolf en el Financial Times, desde 2008, “el gasto de los griegos en bienes y servicios ha caído al menos un 40%”.
El problema estructural es que la zona monetaria es europea pero las políticas democráticas siguen siendo nacionales. No es que no se pueda hacer nada, si la política lo permitiera. En privado, todo el mundo reconoce que Grecia no puede devolver toda su deuda, así que dejemos que Berlín negocie con el nuevo Gobierno griego el perdón explícito de la deuda a cambio de unas verdaderas reformas. O que suban los salarios y los precios en Alemania y eso ayude a restablecer el equilibrio interno de la eurozona. O acordemos unas transferencias fiscales de los Estados más ricos a los más pobres como las que se hacen en una verdadera unión federal, por ejemplo Estados Unidos, donde nadie espera que Alabama se coloque pronto a la altura de Silicon Valley. Lo que ocurre es que, al crear la unión monetaria sin unión fiscal ni política, los europeos pusieron el carro delante de los bueyes, y ahora los bueyes no quieren empujar el carro.
La democracia nacional somete a la integración europea a unas tensiones cada vez mayores. Es lo que piensan algunos dirigentes de las instituciones en Bruselas. El comisario europeo francés, Pierre Moscovici, habla de “la Comisión de la última oportunidad”. Pero no pueden hacer gran cosa al respecto, porque el poder reside sobre todo en los gobiernos nacionales democráticamente elegidos.
Quiero dejar clara una cosa: si tengo que elegir entre la democracia y una versión paternalista y euroleninista de la integración europea, escojo la democracia, sin duda. Después de la victoria de Syriza, el vicepresidente finlandés de la Comisión, Jyrki Katainen, dijo: “No cambiamos las políticas en función de las elecciones”. Por supuesto que lo hacen. Se llama democracia, y es el mejor invento político de Europa. Lo malo es que los problemas estructurales de la eurozona requieren una solidaridad democrática entre los ciudadanos de todos los países miembros que no existe en la actualidad ni parece que vaya a existir pronto.
De modo que seguimos debatiéndonos entre la política nacional y la política europea, mientras la unión monetaria que debía integrar Europa la desgarra poco a poco. Será una tortura lenta. En los países que más sufren por culpa de esta “máquina infernal”, como llamó un dirigente alemán a la eurozona, existe aún un deseo apasionado de permanecer “en Europa”. A pesar de su radicalismo, Syriza ha mostrado una considerable disposición a hacer concesiones para quedarse en Europa. Tengo la impresión de que ocurriría lo mismo con Podemos en España.
Estos países siguen teniendo la red de seguridad que les proporciona el Estado de bienestar, a pesar de todo lo que se ha reducido. Los jóvenes parados cuentan con el colchón de que sus padres tienen todavía sitio para ellos en sus casas y algunos ahorros que les permiten ayudarles, el Banco de Papá y Mamá. La movilidad laboral garantizada por la UE también es una válvula de seguridad importante, porque permite que jóvenes españoles con dos títulos universitarios vayan a trabajar de camareros a Londres o Berlín. Claro que las migraciones alimentan la retórica antieuropea de partidos como el UKIP y Alternative für Deutschland, que aprovechan los temores genuinos de la población ante los inmigrantes. Y esas reservas materiales y culturales, poco a poco, acabarán agotándose.
¿Y entonces, qué? A mi corazón no le gusta lo que me dice la cabeza. Pero depende de nosotros, y aún estamos a tiempo de invertir la tendencia. ¿Podrán los europeos del 89 —la generación nacida alrededor y después de ese año— generar la imaginación y la voluntad política que las políticas actuales no saben despertar?
Hace poco participé en un acto en Francfort al que asistieron representantes de los principales inversores europeos. Se hizo una encuesta rápida en la que se proponían varias respuestas sobre cómo podría estar la eurozona dentro de cinco años y se preguntaba cuál era la más probable. Casi la mitad de los asistentes respondieron, como yo, “Igual que Japón en los años noventa”. El 20% escogió “¿Qué eurozona?” El 18% dijo “Reino Unido después de Thatcher”, es decir —supongo—, una economía más pobre y ahorradora, cuyas políticas de austeridad y reformas estructurales crearían crecimiento pero también trastornos y desigualdades. Salvo que las desigualdades no se producirían en un solo país, sino que se repartirían de forma irregular entre varios. Alemania y otros países del norte de Europa seguirían siendo los más beneficiados y otros los más perjudicados.
Decir esto es apoyar un análisis económico con el que los principales políticos y economistas alemanes están ferozmente en desacuerdo. La austeridad y las reformas estructurales son el verdadero camino de salvación, insisten. Ya lo dijo Merkel en 2013: “Lo que hemos hecho lo pueden hacer todos los demás”. Pero esta afirmación tiene al menos tres fallos. Para empezar, como sabe cualquier buen médico, hasta la mejor medicina puede tener consecuencias desastrosas si se administra una dosis demasiado fuerte a un paciente debilitado. Segundo, los griegos, los italianos y los franceses no son los alemanes. Sus economías, desde luego, necesitan reformas estructurales como las que han impulsado, por ejemplo, las exportaciones españolas, pero ni sus sociedades ni sus empresas tienen el mismo tipo de reacción. Tercero, si toda la eurozona se convierte en un gran Exportweltmeister a la alemana, ¿quién consumirá sus productos? Parte de la demanda debe venir de ella misma, sobre todo de los países más ricos como Alemania. Si todos los demás países deben tener un comportamiento más parecido al de Alemania, esta tendrá que comportarse de manera un poco distinta. Pero el país no está preparado para hacerlo.
A largo plazo, Alemania sufrirá las consecuencias, pero a corto plazo, no. Cuando se da un paseo por la mayoría de las ciudades alemanas, uno se pregunta: ¿Crisis? ¿Qué crisis? Aunque Alemania ha tenido que rescatar a países como Grecia, gran parte de ese dinero ha ido a parar después a los imprudentes prestamistas, entre los que estaban sus propios bancos. Y las exportaciones alemanas han sacado enorme provecho a la eurozona.
En Francfort, la miseria de Atenas parece muy lejana. Al reflexionar sobre las políticas de austeridad en el sur de Europa, un banquero alemán dijo: “El problema de Grecia es que nunca lo han intentado”. Se refería a un país en el que personas que eran de clase media se ven ahora obligadas a recurrir a los comedores sociales, uno de cada dos jóvenes está en paro y, según un cálculo de Martin Wolf en el Financial Times, desde 2008, “el gasto de los griegos en bienes y servicios ha caído al menos un 40%”.
El problema estructural es que la zona monetaria es europea pero las políticas democráticas siguen siendo nacionales. No es que no se pueda hacer nada, si la política lo permitiera. En privado, todo el mundo reconoce que Grecia no puede devolver toda su deuda, así que dejemos que Berlín negocie con el nuevo Gobierno griego el perdón explícito de la deuda a cambio de unas verdaderas reformas. O que suban los salarios y los precios en Alemania y eso ayude a restablecer el equilibrio interno de la eurozona. O acordemos unas transferencias fiscales de los Estados más ricos a los más pobres como las que se hacen en una verdadera unión federal, por ejemplo Estados Unidos, donde nadie espera que Alabama se coloque pronto a la altura de Silicon Valley. Lo que ocurre es que, al crear la unión monetaria sin unión fiscal ni política, los europeos pusieron el carro delante de los bueyes, y ahora los bueyes no quieren empujar el carro.
La democracia nacional somete a la integración europea a unas tensiones cada vez mayores. Es lo que piensan algunos dirigentes de las instituciones en Bruselas. El comisario europeo francés, Pierre Moscovici, habla de “la Comisión de la última oportunidad”. Pero no pueden hacer gran cosa al respecto, porque el poder reside sobre todo en los gobiernos nacionales democráticamente elegidos.
Quiero dejar clara una cosa: si tengo que elegir entre la democracia y una versión paternalista y euroleninista de la integración europea, escojo la democracia, sin duda. Después de la victoria de Syriza, el vicepresidente finlandés de la Comisión, Jyrki Katainen, dijo: “No cambiamos las políticas en función de las elecciones”. Por supuesto que lo hacen. Se llama democracia, y es el mejor invento político de Europa. Lo malo es que los problemas estructurales de la eurozona requieren una solidaridad democrática entre los ciudadanos de todos los países miembros que no existe en la actualidad ni parece que vaya a existir pronto.
De modo que seguimos debatiéndonos entre la política nacional y la política europea, mientras la unión monetaria que debía integrar Europa la desgarra poco a poco. Será una tortura lenta. En los países que más sufren por culpa de esta “máquina infernal”, como llamó un dirigente alemán a la eurozona, existe aún un deseo apasionado de permanecer “en Europa”. A pesar de su radicalismo, Syriza ha mostrado una considerable disposición a hacer concesiones para quedarse en Europa. Tengo la impresión de que ocurriría lo mismo con Podemos en España.
Estos países siguen teniendo la red de seguridad que les proporciona el Estado de bienestar, a pesar de todo lo que se ha reducido. Los jóvenes parados cuentan con el colchón de que sus padres tienen todavía sitio para ellos en sus casas y algunos ahorros que les permiten ayudarles, el Banco de Papá y Mamá. La movilidad laboral garantizada por la UE también es una válvula de seguridad importante, porque permite que jóvenes españoles con dos títulos universitarios vayan a trabajar de camareros a Londres o Berlín. Claro que las migraciones alimentan la retórica antieuropea de partidos como el UKIP y Alternative für Deutschland, que aprovechan los temores genuinos de la población ante los inmigrantes. Y esas reservas materiales y culturales, poco a poco, acabarán agotándose.
¿Y entonces, qué? A mi corazón no le gusta lo que me dice la cabeza. Pero depende de nosotros, y aún estamos a tiempo de invertir la tendencia. ¿Podrán los europeos del 89 —la generación nacida alrededor y después de ese año— generar la imaginación y la voluntad política que las políticas actuales no saben despertar?
Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige en la actualidad el proyecto freespeechdebate.com, e investigador titular de la Hoover Institution en la Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos: Escritos políticos de una década sin nombre.Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.