miércoles, 30 de noviembre de 2011

Fiscal austery: the right answer to the crisis?

Some Krugman's food for thought


November 30, 2011, 10:24 am
Bleeding Britain
These days, ambulance-chaser economists like yours truly have an embarrassment of riches: so much is going wrong, in so many places, that one hardly knows where to start.

But let’s spare a moment for a disaster that’s being overshadowed by the euro crisis: Britain’s experiment in austerity.

When the Cameron government came in, it was fully invested in the doctrine of expansionary austerity. Officials told everyone to read the Alesina/Ardagna paper (which is succinctly criticized by Christy Romer (pdf)), cited Ireland as a success story, and in general assured everyone that they could call the confidence fairy from the vasty deep.

Now it turns out that contractionary policy is contractionary after all. As a result, despite all the austerity, deficits remain high. So what is to be done? More austerity!

Underlying the drive for even more austerity is the belief that the underlying economic potential of the British economy has fallen sharply, and will grow only slowly from now on. But why? There’s a discussion in the Office for Budget Responsibility report, p. 54, that basically throws up its hands — hey, these things happen after financial crises, it says, and cites an IMF report (pdf).

So I wonder: did they read the abstract of that report? Because here’s what it says:

Short-run fiscal and monetary stimulus is associated with smaller medium-run deviations of output and growth from the precrisis trend.

That is, history says that a financial crisis reduces long-run growth potential if policymakers don’t limit the short-run damage it does.

And yet what’s happening in Britain now is that depressed estimates of long-run potential are being used to justify more austerity, which will depress the economy even further in the short run, leading to further depression of long-run potential, leading to …

It really is just like a medieval doctor bleeding his patient, observing that the patient is getting sicker, not better, and deciding that this calls for even more bleeding.

And the truly awful thing is that Cameron and Osborne are so deeply identified with the austerity doctrine that they can’t change course without effectively destroying themselves politically.

As the Brits would say, brilliant. Just brilliant.

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November 30, 2011, 8:49 am
Questions Of Confidence
Some readers have asked why, given my scornful discussions of the “confidence fairy” story about fiscal austerity (will that be my lasting contribution to economic discourse?), I’m willing to take seriously the idea that ECB rate hikes had a huge impact via expectations.

That’s a good question, but I do have answers.

First of all, the ECB story is about the bond market; the expansionary austerity story isn’t. Instead, to believe that fiscal contraction will lead to higher consumption and investment spending you have to believe that consumers and firms will make major changes in their current behavior based on perceptions about taxes and spending years in the future. And that’s just a lot less plausible. The likes of Pimco are out there trying to figure out the implications of ECB behavior, and investing accordingly; how many families do you know deciding on holiday purchases based on expectations of tax policy in 2014?

Second, the monetary story is a lot more concrete. The ECB’s readiness to raise rates despite low core inflation and high unemployment tells you a lot about the likelihood that it would choke off the modest rise in inflation needed to make the eurozone adjustment feasible. Do Cameron’s budget cuts convey any comparable information about future UK taxes and/or solvency? I don’t think so.

Finally, the whole euro situation is fraught with multiple equilibria and the risk of self-fulfilling panics — which means that there can sometimes be disproportionate responses in a way that doesn’t make sense when we’re talking about budget cuts.

So yes, expectations can matter; but some expectational arguments are more equal than others.

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martes, 8 de noviembre de 2011

la globalizacion de la protesta y las desigaldades

NUEVA YORK – El movimiento de protesta que nació en enero en Túnez, para luego extenderse a Egipto y de allí a España, ya es global: la marea de protestas llegó a Wall Street y a diversas ciudades de Estados Unidos. La globalización y la tecnología moderna ahora permiten a los movimientos sociales trascender las fronteras tan velozmente como las ideas. Y la protesta social halló en todas partes terreno fértil: hay una sensación de que el “sistema” fracasó, sumada a la convicción de que, incluso en una democracia, el proceso electoral no resuelve las cosas, o por lo menos, no las resuelve si no hay de por medio una fuerte presión en las calles.

En mayo visité el escenario de las protestas tunecinas; en julio, hablé con los indignados españoles; de allí partí para reunirme con los jóvenes revolucionarios egipcios en la plaza Tahrir de El Cairo; y hace unas pocas semanas, conversé en Nueva York con los manifestantes del movimiento Ocupar Wall Street. Hay una misma idea que se repite en todos los casos, y que el movimiento OWS expresa en una frase muy sencilla: “Somos el 99%”.

Este eslogan remite al título de un artículo que publiqué hace poco. El artículo se titula “Del 1%, por el 1% y para el 1%”, y en él describo el enorme aumento de la desigualdad en los Estados Unidos: el 1% de la población controla más del 40% de la riqueza y recibe más del 20% de los ingresos. Y los miembros de este selecto estrato no siempre reciben estas generosas gratificaciones porque hayan contribuido más a la sociedad (esta justificación de la desigualdad quedó totalmente vaciada de sentido a la vista de las bonificaciones y de los rescates); sino que a menudo las reciben porque, hablando mal y pronto, son exitosos (y en ocasiones corruptos) buscadores de rentas.

No voy a negar que dentro de ese 1% hay algunas personas que dieron mucho de sí. De hecho, los beneficios sociales de muchas innovaciones reales (por contraposición a los novedosos “productos” financieros que terminaron provocando un desastre en la economía mundial) suelen superar con creces lo que reciben por ellas sus creadores.

Pero, en todo el mundo, la influencia política y las prácticas anticompetitivas (que a menudo se sostienen gracias a la política) fueron un factor central del aumento de la desigualdad económica. Una tendencia reforzada por sistemas tributarios en los que un multimillonario como Warren Buffett paga menos impuestos que su secretaria (como porcentaje de sus respectivos ingresos) o donde los especuladores que contribuyeron a colapsar la economía global tributan a tasas menores que quienes ganan sus ingresos trabajando.

Se han publicado en estos últimos años diversas investigaciones que muestran lo importantes que son las ideas de justicia y lo arraigadas que están en las personas. Los manifestantes de España y de otros países tienen derecho a estar indignados: tenemos un sistema donde a los banqueros se los rescató, y a sus víctimas se las abandonó para que se las arreglen como puedan. Para peor, los banqueros están otra vez en sus escritorios, ganando bonificaciones que superan lo que la mayoría de los trabajadores esperan ganar en toda una vida, mientras que muchos jóvenes que estudiaron con esfuerzo y respetaron todas las reglas ahora están sin perspectivas de encontrar un empleo gratificante.

El aumento de la desigualdad es producto de una espiral viciosa: los ricos rentistas usan su riqueza para impulsar leyes que protegen y aumentan su riqueza (y su influencia). En la famosa sentencia del caso Citizens United, la Corte Suprema de los Estados Unidos dio a las corporaciones rienda suelta para influir con su dinero en el rumbo de la política. Pero mientras los ricos pueden usar sus fortunas para hacer oír sus opiniones, en la protesta callejera la policía no me dejó usar un megáfono para dirigirme a los manifestantes del OWS.

A nadie se le escapó este contraste: por un lado, una democracia hiperregulada, por el otro, la banca desregulada. Pero los manifestantes son ingeniosos: para que todos pudieran oírme, la multitud repetía lo que yo decía; y para no interrumpir con aplausos este “diálogo”, expresaban su acuerdo haciendo gestos elocuentes con las manos.

Tienen razón los manifestantes cuando dicen que algo está mal en nuestro “sistema”. En todas partes del mundo tenemos recursos subutilizados (personas que desean trabajar, máquinas ociosas, edificios vacíos) y enormes necesidades insatisfechas: combatir la pobreza, fomentar el desarrollo, readaptar la economía para enfrentar el calentamiento global (y esta lista es incompleta). En los Estados Unidos, en los últimos años se ejecutaron más de siete millones de hipotecas, y ahora tenemos hogares vacíos y personas sin hogar.

Una crítica que se les hace a los manifestantes es que no tienen un programa. Pero eso supone olvidar cuál es el sentido de los movimientos de protesta. Son ellos una expresión de frustración con el proceso electoral. Son una alarma.

Las protestas globalifóbicas de 1999 en Seattle, en lo que estaba previsto como la inauguración de una nueva ronda de conversaciones comerciales, llamaron la atención sobre las fallas de la globalización y de las instituciones y los acuerdos internacionales que la gobiernan. Cuando los medios de prensa examinaron los reclamos de los manifestantes, vieron que contenían mucho más que una pizca de verdad. Las negociaciones comerciales subsiguientes fueron diferentes (al menos en principio, se dio por sentado que serían una ronda de desarrollo y que buscarían compensar algunas de las deficiencias señaladas por los manifestantes) y el Fondo Monetario Internacional encaró después de eso algunas reformas significativas.

Es similar a lo que ocurrió en la década de 1960, cuando en Estados Unidos los manifestantes por los derechos civiles llamaron la atención sobre un racismo omnipresente e institucionalizado en la sociedad estadounidense. Aunque todavía no nos hemos librado de esa herencia, la elección del presidente Barack Obama muestra hasta qué punto esas protestas fueron capaces de cambiar a los Estados Unidos.

En un nivel básico, los manifestantes actuales piden muy poco: oportunidades para emplear sus habilidades, el derecho a un trabajo decente a cambio de un salario decente, una economía y una sociedad más justas. Sus esperanzas son evolucionarias, no revolucionarias. Pero en un nivel más amplio, están pidiendo mucho: una democracia donde lo que importe sean las personas en vez del dinero, y un mercado que cumpla con lo que se espera de él.

Ambos objetivos están vinculados: ya hemos visto cómo la desregulación de los mercados lleva a crisis económicas y políticas. Los mercados solo funcionan como es debido cuando lo hacen dentro de un marco adecuado de regulaciones públicas; y ese marco solamente puede construirse en una democracia que refleje los intereses de todos, no los intereses del 1%. El mejor gobierno que el dinero puede comprar ya no es suficiente.

Joseph E. Stiglitz es profesor de la Universidad de Columbia, premio Nobel de Economía y autor del libro Caída libre: Estados Unidos, el libre mercado y el hundimiento de la economía mundial.

Copyright: Project Syndicate, 2011.
www.project-syndicate.org
Traducción: Esteban Flamini
Si desea oír una grabación de este comentario en inglés, siga este vínculo:
http://traffic.libsyn.com/projectsyndicate/stiglitz144.mp3